¿Nunca os ha pasado que un juguete regalado en vuestra niñez os ha tenido un día entero sin que os lo puedan quitar de las manos de tanta ilusión que os hacía? A mí me ocurrió por primera vez con un platillo volante que funcionaba a pilas, y que cuando accionabas un interruptor se ponía a dar vueltas y más vueltas, aparte de encenderse un montón de luces de colores. En aquella época era una auténtica virguería, porque pocos juguetes existían que fueran “eléctricos”, aunque ya para entonces los trenes Marklin, que se importaban de Alemania, circulaban por las vías de juguete a toda marcha y a un precio astronómico que solo estaba al alcance de familias potentadas.
Por otra parte, era natural que, si mi hermana había iniciado sus estudios de música, tarde o temprano tuvieran que comprarle un instrumento. No una tuba o un fagot, sino un piano.
El día que el piano llegó a casa, uno de segunda mano que mi padre había conseguido negociar por un precio razonable aunque no por ello sin gran esfuerzo económico, para mí fue como la repetición de lo que ocurrió con el platillo volante, hasta el punto de que llegué a pasarme horas accionando las teclas con resultado diverso. Acostumbrado como estaba a no disponer de más instrumento musical que una cuerda tensada sobre una tabla con unas marcas para indicar la longitud que la cuerda debía vibrar para conseguir cada una de las notas, el piano supuso un adelanto descomunal.
Visto a posteriori lo que ocurrió cuando apenas tenía once años cumplidos, se me hace difícil comprender por qué no me lie la manta a la cabeza y, aun con unos años de retraso con relación a mi hermana, no me lancé yo también a realizar estudios musicales en serio. No estoy seguro de quién fue el culpable: si de mis padres, por falta de motivación o de conocer el potencial de su hijo; o mía, porque aunque motivación no me faltara, quizás sí un poco de empuje, lo que ahora se llama inteligencia emocional, para adoptar el compromiso de iniciar, o quizás iniciar no pero sí perseverar, porque de una forma u otra estaba iniciado ya, por un camino que me habría reportado satisfacciones muchas. A lo mejor ahora las cosas habrían sido diferentes, entre otras razones porque los estudios musicales ya no son tan áridos y desmotivadores.
Motivación no me faltaba, e ilusión tampoco: cierto domingo, al poco de llegar el piano a casa, me pasé toda la mañana ensayando hasta lograr tocar con ambas manos a la vez la secuencia “do-re-re-mi-fa-sol-fa-mi-re-do”. Después de ese pequeño logro, me lancé a las piezas sencillas incluidas en el método Carpentier, que fue el primer libro de piano que tuvo mi hermana como materia de estudio. ¿Cómo me las ingeniaba? Dado que desconocía los rudimentos de solfeo aparte de conocer la situación de las notas en el pentagrama, tenía que esperar a aprenderme de oído las melodías una vez que se las escuchara a mi hermana; y entonces sí, mirando la partitura y con un esfuerzo notorio, llegaba a interpretar algunas de ellas, aporreando el instrumento a más no poder a tenor de lo que mis padres decían, pues lo mismo que desconocía lo referente a la duración de las diferentes notas y de sus correspondientes silencios, con respecto a los reguladores de intensidad, velocidad y matiz ocurría exactamente los mismo.
Un día tras otro, un mes tras otro, melodías como “Rigodón veneciano”, “El país más hermoso”, “Galop favorito” o “Aire suizo” fueron incorporándose a mi acervo musical. Pero conforme avanzaba el tiempo la diferencia entre la competencia musical de mi hermana y la mía iba acrecentándose, porque el tiempo que mi hermana y yo dedicábamos a la formación musical era muy diferente y además ella disponía de la ayuda de una persona experta. Aunque lo más importante era que su formación musical seguía un plan establecido, mientras que la mía no tenía ni pies ni cabeza.
Al Carpentier de mi hermana siguieron otros métodos, el Czerny, el Clementi con sus sonatinas u otros. Yo me quedé atascado en el Carpentier y en unos álbumes de piezas conocidas adaptadas a la interpretación al piano dentro de un nivel elemental, como por ejemplo “La donna e mobile”, “Santa Lucia”, “Polka mazurka” u otras de parecida factura. De vez en cuando me atreví con alguna obra un poco más compleja, como por ejemplo El Preludio primero al Clave bien Temperado de J. S. Bach o incluso la sonata nº 20 de Beethoven, esa cuya segunda parte es un minueto llamado también septimino, y que sirvió de sintonía a un conocido programa de televisión al que le habían puesto una letra que decía algo así como “Érase una vez un dragón y una mariposa” Pero para cuando conseguí semejante logro era ya bastante mayor, y había probado otros caminos musicales.
Lo que nunca pude quitarme de encima es el estigma de ser un inveterado aporreador de pianos. Me lo han dicho muchas veces y en lugares diferentes. Mi hermana, por el contrario, ha continuado con sus estudios, y con su afición por el piano. Con veintipocos años acabó los estudios del conservatorio según el plan antiguo, ese que tenía ocho cursos de instrumento más las asignaturas complementarias de Acompañamiento, Armonía, Historia de la Música y demás, aprobando el último curso gracias a la obra titulada Jardins sous la pluie, de Claude Debussy, que preparo el último año de carrera. Porque mi hermana ha acabado siendo una pianista impresionista, más brillante en matices, en colores, en fluidez de estilo, que en una técnica sin mácula.
Muchos años después de que ocurrieran esta cosas, mi hermana, que a la sazón era en aquella época alumna de la Escuela de Música de Getxo, me llamó para animarme a que echara la solicitud como alumno. Escogí tres instrumentos por orden de preferencia: flauta, guitarra y acordeón. En el primero de ellos surgió una vacante, que acepté. Ella, mientras tanto, continuó allí durante cierto tiempo en el grupo de alumnado de piano, muchos de ellos, dicho sea de paso, al igual que mi hermana con los estudios del conservatorio ya realizados. A raíz de una de las actuaciones que de vez en cuando llevábamos a cabo de cara al público, en el prospecto anunciador apareció ella como presunta intérprete de una pieza titulada “Georgia on my wind”, cuya autoría se atribuía a Ray Charles.
Lo primero que me llamó la atención fue que daba la sensación de que a una de las letras del título le habían dado la vuelta de arriba a abajo, convirtiendo “mind” en “wind”. Tampoco era correcto lo del autor, pues aunque es cierto que Ray Charles, el inolvidable pianista y cantor de blues ciego, popularizó dicha canción hasta el punto de que se ha acabado convirtiendo en el himno del estado de Georgia en los EEUU, su verdadero autor es un tal Carmichael, que no compuso la pieza dedicándosela al estado de Georgia, sino a su propia hermana, que así se llamaba.
Todos estos despistes, tan típicos de mi hermana, no empañaron una interpretación preciosa, llena de estilo y, sobre todo, de alma. Y entonces recordé un pasaje de una película norteamericana que tenía como argumento los avatares y vicisitudes de un cuarteto de música de cámara, formado por dos violines, una viola y un violonchelo. El violonchelista, papel que interpretaba Christopher Walken, era el alma y fundador del grupo. En una escena de la película comentaba al resto de componentes que, siendo mucho más joven, tuvo la oportunidad de tocar delante de Pau Casals, uno de los mayores violonchelistas de todos los tiempos. Este le pidió que interpretara una de las seis suites para violonchelo solo de J. S. Bach. A causa del nerviosismo por actuar delante de una figura de ese calibre, debió de equivocarse muchas veces. Al final, no le quedó más remedio que reconocerlo: “Maestro, estoy avergonzado porque he cometido un montón de errores”.
Pau Casals era de otra opinión: “No se preocupe usted de los errores que haya cometido, porque carecen de importancia. Sin embargo, debo decirle que he observado en su forma de interpretar aspectos muy interesantes”. Es posible que la forma de tocar de mi hermana sea más despreocupada que la de muchos otros que tienen por divisa tocar la partitura al pie de la letra sin desvíos ni deslices de ningún tipo. Pero no cabe duda de que, sea como sea, a pesar de llamar a una pieza “Georgia on my wind” en lugar de “Georgia on my mind”, prefiero una y mil veces escucharla a ella, no solo porque sea mi hermana, sino porque no me cabe duda de que su interpretación tiene un interés mucho mayor.