Solo una pared separaba la casa de Begoñita de la nuestra. Una pared que dividía el inmueble entre el salón de una casa y el de la otra, ambos simétricos en una escalera con dos manos en cada piso: nosotros a la izquierda, y Begoñita a la derecha.
No es que nuestra familia fuera demasiado izquierdista, pero la de Begoñita pertenecía a eso que, cada vez menos, se denomina clase media. Ya sabemos que por efecto de la crisis y de otros factores que no vienen a cuento, la denominada clase media se ha ido al traste. Pero en la época de mi niñez no era así: en el vecindario estaba más que claro quién pertenecía a la clase media, y quién no. Podían ser detalles nimios, como por ejemplo que los señores de clase media usaban sombrero y los demás boina; o que las señoras de clase media llevaban el pelo cardado y teñido de rubio, y las que no lo eran como buenamente podían. Pero lo más importante era que se desenvolvían en medios sociales diferentes, y que de forma análoga las aspiraciones, y sobre todo las expectativas reales de unos y otros, también lo eran.
El padre de Begoñita trabajaba en una prestigiosa entidad bancaria, y tanto su abuelo como un hermano de este habían sido personas prominentes. Su madre no trabajaba fuera de casa, y la familia la completaba un hermano más pequeño; aunque bien está decir que de vez en cuando venían a su casa de visita unas primas con sus respectivos progenitores, que dicho sea de paso también tenían aspecto de pertenecer a la clase media.
El bloque de viviendas donde transcurrió mi niñez y parte de la juventud tenía forma de “u”, con los brazos laterales más largos que el central. En el centro de la u había un patio abierto al exterior, en el cual los niños del bloque pasábamos nuestros mejores ratos. No así Begoñita y su hermano, pues por razones que desconozco, supongo que por expreso deseo de sus padres, jamás bajaron al patio a jugar. Debo reconocer que, en multitud de aspectos, Begoñita y su familia nos llevaban la delantera. Por ejemplo, en edad. Ella era un año mayor que yo, y su hermano lo mismo con respecto a la mía. Pero lo más significativo era que, bastante antes que nosotros, Begoñita ya tenía su piano. Y en los estudios musicales iba más adelantada que mi hermana, lo se hacía patente cada vez que se empleaba a fondo en el piano del salón, que nosotros podíamos escuchar a través de la pared.
Barrio de S. Ignacio. vivíamos en el cuarto bloque a la derecha.
Es habitual que aquellas personas habitantes de un bloque de viviendas que posean algún instrumento musical y tengan intención de ensayar de forma periódica reciban abundantes quejas del vecindario; incluso que se vean obligados a insonorizar una habitación o, que no les quede más remedio que comprarse un piano electrónico en lugar de uno de verdad y tocar con auriculares puestos. Nos hemos vuelto tan snobs que ya solo soportamos el ruido políticamente correcto, es decir, el de la televisión, el móvil o la play station. En nuestro caso, por el contrario, escuchar a través de la pared a Begoñita tocando el piano nos parecía una suerte. Cosas del progreso.
He comentado en un apartado anterior que el aprendizaje pianístico por parte de las niñas, más aún si pertenecían a la clase media, era una parte de su formación como chicas atractivas para despertar el interés de algún ingeniero o similar que se preciara, y convertirse después en esposas ejemplares de la clase media con un encanto singular. Sin embargo eso no constituía una regla universal, y debo señalar que con Begoñita no se cumplía en absoluto: En primer lugar, porque procedía de una familia de indudable raigambre cultural, con intereses musicales más allá de lo utilitario, y además porque Begoñita era una auténtica crack del estudio y del trabajo, lo que le permitía alcanzar las metas que se propusiera. Pero es que, además, Begoñita era una chica sencilla, humilde, y casi demasiado buena persona.
Las relaciones entre la familia de ella y la mía siempre fueron buenas, lo que facilitó que el trato entre los niños de ambas también lo fuera. No obstante, al igual que con su reticencia a bajar al patio a jugar con el resto de niños, ocurrió también que ya desde pequeñitos tanto a ella como a su hermano los metieron en prestigiosos colegios privados, uno para chicos y otro para chicas, que era como se estudiaba en aquella época. Según nos fuimos haciendo mayores cada uno de nosotros siguió su camino, con el único punto en común del piano de Begoñita oyéndose a través de la pared.
Quiso el destino que ella y yo acabásemos coincidiendo en el club juvenil de la parroquia del barrio. Creo recordar que ella permaneció en dicha institución menos tiempo que yo. Lo que sí sé es que, tanto por razones de vecindario como por otras, muchos de los jóvenes del club nos veían muy unidos, lo que servía de excusa a más de uno para realizar insinuaciones maliciosas sobre un supuesto idilio entre ambos.
Aunque lo que más nos unía aparte de interesas musicales y culturales, digamos que más refinados que los del término medio del vulgo, era que los dos éramos unos empollones de tomo y lomo. Estaba en aquella época de moda en la televisión un concurso llamado “Cesta y Puntos” que consistía en que dos equipos de adolescentes debían responder a preguntas de cultura general, organizados de forma similar a equipos de baloncesto, es decir, dos en primera línea, dos más atrás y un pívot. A alguien se le ocurrió en nuestro club organizar algo parecido, compitiendo los más pequeños, entre los que estábamos incluidos Begoñita y yo, contra los más mayores de la otra sección del club, algunos de ellos ya en la universidad. Con Begoñita y yo en la delantera del equipo les dimos una paliza de campeonato.
Cartel de sintonía del programa “Cesta y Puntos” de TVE
Escena de una de las sesiones del programa con el presentador, Daniel Vindel.
La época del club de la adolescencia pasó, y acabamos haciéndonos adultos. Begoñita estudió la carrera de Ciencias Químicas, y yo empecé de estudiante de ingeniero y acabé haciéndome maestro. Después de licenciarse, empezó a trabajar de profesora en un colegio privado, y de paso también a salir con un chico que, cosas de la vida, no solo no pertenecía a la clase media, sino que estaba muy por debajo de ella también en nivel cultural.
Una calurosa tarde de agosto empezamos a oír unos gritos espantosos en la escalera y a través de la pared. No sé si ahora la vecindad habría reaccionado de alguna forma, pero entonces sí lo hacía. Rápidamente nos encaminamos a su casa, para encontrar a Begoñita inmóvil en un sofá, pálida y con expresión extraña, y a su padre intentando hacerle la respiración artificial mientras su madre no paraba de gritar y de llorar presa de desesperación. Dijeron después que pocos días antes había cogido un frío por haber estado expuesta a la lluvia, y que le había afectado al sistema respiratorio.
Debo confesar que me sentí tan mal que no fui capaz al día siguiente de asistir al funeral de Begoñita. Aparte del shock que produce el fallecimiento de una persona tan joven, de solo veintitrés años, pocas veces he tenido una sensación de perdida tan fuerte.
Todavía hoy, muchas veces que oigo interpretar alguna pieza de Chopin me acuerdo de cómo solía escuchar a Begoñita interpretar en el piano a su compositor favorito. Y me imagino que, en lugar de separarnos ya una eternidad, lo único que se interpone entre nosotros sigue siendo una simple pared.