Aunque la oración suene, yo no me voy de aquí
La del pañuelo rojo loco me ha vuelto a mí.
Cualquier castellanoparlante que se precie se habrá dado cuenta de que el segundo verso tiene una sintaxis nada habitual en el idioma de Cervantes. Eso de poner delante del verbo un complemento, en lugar del sujeto como es habitual, resulta bastante raro. ¿Cuál es la razón, si es que hay alguna, de que la palabra “loco” aparezca colocada en la frase en un lugar tan sui géneris? en principio, se me ocurre una: que lo más importante del segundo verso es el impacto emocional que al protagonista le ha causado la mujer del pañuelo rojo, es decir, que lo tiene enamorado hasta las cachas.
En el idioma vasco, quizás con más rotundidad en Bizkaia que en otros territorios, hay una corriente que defiende que lo más importante de una frase en cuanto a su significado, lo que en euskara se lama galdegaia y en castellano elemento inquirido, debe colocarse justo delante del verbo. Uno de los más conspicuos defensores de esta modalidad sintáctica fue Seber Altube, natural de Arrasate (Gipuzkoa), pero más afincado en Gernika. Su libro titulado “Erderismos” ha creado escuela en el mundo de la filología vasca.
Seber Altube fue muchas cosas en la vida: músico, filólogo, académico de la lengua vasca, alcalde de Gernika… y además purista en cuanto al lenguaje vasco, es decir, reacio a la influencia del castellano o de otras lenguas latinas sobre el euskara. Como muchos otros, tuvo que partir al exilio tras la Guerra Civil, porque para el fascismo haberse dedicado a promocionar la lengua vasca era poco menos que un grave delito, de cuya condena te podría salvar acaso el ser sacerdote, aunque no siempre. Y Seber Altube no lo era.
Pero aparte de disquisiciones lingüísticas, es cierto que, al menos en bastante medida, en Bizkaia era habitual hablar así en euskara y lo sigue siendo, lo cual tiene el reflejo también en el idioma castellano que se habla aquí. Es normal, por ejemplo, que dirigiéndose a un camarero, se le diga: “La cuenta me trae, por favor”, o que, como le dijo una vez mi tía Eugenia a su hermana mi abuela Jacinta una vez que estaban cosiendo juntas, y mi abuela, ya muy anciana, para enhebrar la aguja la puso al revés sin darse cuenta: “¡Sinsorga! ¿Por la punta no me estás queriendo enhebrar?” A lo que mi abuela contestó: “¡Jesús, María y José, hoy sí que estoy tonta!”
Todo esto pertenece a mi pasado, unas cosas a un pasado más reciente y otras a uno más remoto. El zortziko “La del pañuelo rojo” también forma parte de los recuerdos de mi infancia. Al igual que con el himno del Athletic compuesto por el maestro Urrengoetxea, también con los zortzikos y otras canciones ocurría que bien por la influencia de la censura franquista o por otras razones, gran parte de las que podrían incluirse en el acervo de la música vasca tenían letra en castellano. La del pañuelo rojo era una de las que de vez en cuando se escuchaba por la radio, bien en la sección de discos solicitados, habitual en aquella ápoca, o en cualquier otro programa. Y lo mismo que La del pañuelo rojo eran también famosos otros zortzikos, como por ejemplo uno que decía “Maite, yo no te olvido, ni nunca, nunca te he de olvidar”, con música nada menos que del maestro Pablo Sorozábal y con otra versión de la letra en euskara, creo que posterior aunque no lo puedo asegurar.
Los zortzikos tenían, y siguen teniendo, unas características muy marcadas, siendo la más importante el compás de cinco por ocho. La pieza musical más conocida que tiene ese compás es sin duda el himno Gernikako Arbola, compuesto por José María de Iparragirre, natural de Urretxu (Gipuzkoa), un auténtico bardo del siglo XIX que con su guitarra fue capaz de enfervorizar a las masas. En fechas recientes se ha llevado a cabo una campaña por parte de historiadores y otros intelectuales para declarar al Gernikako Arbola himno oficial de Euskal Herria. Creo sin duda que la iniciativa es acertada. Pero aún así, no debe olvidarse que Iparragirre compuso otros zortzikos no menos famosos, como Gitarra zahartxo bat naiz o Zibilek hartu naute. Incluso el nunca olvidado cantante natural de Irún Luis Mariano, más famoso incluso al otro lado de la frontera próxima a su localidad natal que a este, aparte de cantar de forma excelente canciones en castellano y en francés también inmortalizó más de un zortziko en vasco.
Iparragirre
Luis Mariano
Otra de las características típicas de algunos zortzikos era alternar unas estrofas cantadas en una tonalidad menor con otras posteriores en la cuales dicha tonalidad se cambiaba a mayor, para volver al tono menor una vez más. Esto no es nada original, pues también lo hemos visto en otros géneros musicales. Pero querría llamar la atención sobre otra cuestión: si os fijáis en los primeros versos de La del pañuelo rojo, os daréis cuenta de que tanto el primero como el segundo verso tienen un bloque de siete sílabas seguido de otro de seis. En otro capítulo, dedicado al bertsolarismo, hablaré de esta cuestión.
Debo decir que, si bien bastantes de mis ancestros conocerían la lengua vasca, en mi casa jamás se utilizó esa lengua en la vida cotidiana. Ni por parte de mis padres ni de ningún otro familiar, incluidas las dos ancianas que he mencionado antes. Creo que las razones de ello son bastante más complejas que achacarlo todo al desastre de la Guerra Civil. Casi me atrevería a asegurar que, siendo mi abuelo paterno originario de Dima y su mujer de Igorre, ambas localidades de la comarca bizkaina de Arratia en la cual el euskara está bien implantado, es difícil de creer que mi padre desconociera la lengua vasca, o que en su casa natal no se utilizara el euskara de forma habitual. Algo parecido podría decirse de mis ancestros por línea materna, aunque es posible que su uso habitual del euskara se hubiera perdido una generación anterior, ya que puedo asegurar con rotundidad que ni mi madre ni sus hermanos y hermanas hablaron jamás euskara en su casa natal.
Aun a riesgo de ser esquemático, creo que en la música vasca puede hablarse de un gran momento que se inicia en el siglo XIX y se prolonga hasta buena parte del XX, con un gran esfuerzo para recuperar la música tradicional por parte de investigadores músicos como por ejemplo el Padre Donostia, así como con la publicación de obras de mayor envergadura como “El Caserío” o las “Diez melodías vascas” de Jesús Guridi; u otras obras de Pablo Sorozábal y de más compositores. Hacia los años 60 del siglo XX surge el importante movimiento Ez dok hamairu, con grandes figuras como Mikel Laboa, Xabier Lete, Lourdes Iriondo, Benito Lertxundi, Antxon Valverde, etc., movimiento además que abarcó a también a las artes plásticas, y que intentó, entre otras cosas, poner a la cultura vasca en la senda de la modernidad. Ya en los años 80-90 vivimos la explosión del llamado Rock Radical Vasco, con el cual se abrió un nuevo camino que, de una forma u otra, llega hasta nuestros días.
Todo esto lo comento no como exhibición de erudición, ya que, como músico mediocre que soy, esta es bastante escasa, sino para explicar que, en la época de mi niñez, las principales referencias que tenía de la música vasca, por lo general debidas a mis padres, correspondían a la primera época que he relatado, referencias en las que, por desconocerlo, el idioma vasco tenía una escasa o nula presencia. Si no recuerdo mal, el primer disco de música vasca que apareció por mi casa fue un single con canciones cantadas por el Coro de Cámara del Orfeón Donostiarra. Aparecía en portada un cuadro que representaba la bahía donostiarra en el siglo XIX, y constaba de dos canciones por cara: Maitasun atsekabea y Guda zitala por una, y Goiko mendian elurra dago y Goizeko izarra por otra. Huelga decir que no entendía una palabra del texto, aunque las canciones me gustaban mucho.
Al igual que ocurría en multitud de aspectos de la vida social, creo que hacia los años sesenta del siglo veinte se empezaba a levantar cabeza. Lo he dicho ya refiriéndome a otra cuestión, y con respecto a la cultura vasca podría afirmarse lo mismo. Los años brutales de la posguerra, tanto en cuanto a miseria como a represión salvaje, poco a poco se iban dejando atrás. Aquí y allá surgían nuevas iniciativas, algunas semiclandestinas como las primeras ikastolas, otras con un pie dentro de la legalidad y otro fuera, como el propio movimiento Ez Dok Hamairu y las actuaciones de bertsolaris; los cuales, como por ejemplo Azpillaga y Lopategi, una vez terminada la actuación tenían que salir a todo correr del pueblo donde habían actuado antes de que la Guardia Civil recibiera el correspondiente chivatazo y les detuviera por haber cantado algo en contra del régimen. Es sabido que también existieron iniciativas fuera de la legalidad, las cuales no son objeto de este comentario. Pero no debe olvidarse que también las hubo legales.
Una de las que recuerdo con más intensidad era el denominado “Concurso Vasco- Navarro de Ochotes”. Un ochote, palabra mixta castellano-vasca, es un grupo de ocho cantantes por lo general a varias voces. En primer lugar, llama la atención lo de vasconavarro. Por raro que parezca, en pleno franquismo la ligazón de Navarra con las tres provincias vascongadas se veía de forma mucho más natural que hoy en día, ya que la mayoría de los esfuerzos que se han llevado a cabo para desvincular un colectivo del otro se han producido después de muerto Franco, tanto por parte de fuerzas políticas de ámbito estatal, de derechas y de izquierdas, como por personajes de todo tipo, desde “intelectuales” hasta militares o policías. Mal que bien aún existe el Colegio Vasco- Navarro de Arquitectos, y no recuerdo ninguna institución más de ámbito similar, salvo las que tienen una clara identificación e intencionalidad de promoción de la identidad vasca, como por ejemplo Euskaltzaindia, es decir, la academia vasca de la lengua; Eusko Ikaskuntza o el movimiento de ikastolas.
No sé cuántas ediciones hubo del Concurso de Ochotes, pero sí recuerdo la enorme expectación que levantaron. Las actuaciones se llevaban a cabo, en sucesivas eliminatorias, los domingos por la mañana. Al igual que las sesiones de ópera, se retransmitían por radio, y lo mismo las noches operísticas de septiembre como las mañanas domingueras mis padres no despegaban la oreja.
El repertorio se basaba en lo que antes hemos llamado música vasca del primer período, es decir, canciones tradicionales arregladas para polifonía u otras compuestas por músicos vascos relevantes más o menos contemporáneos. Algunas canciones eran en euskara, otras en castellano. Sería cosa de la época, pero si no estoy equivocado todos los grupos eran de voces masculinas, y algunos de ellos llegaron a adquirir una fama enorme, como por ejemplo el Danok bat de Portugalete, El Gaztelupe de Donostia, o el Iruñeako zortziak, de Pamplona como su propio nombre indica. Incluso los jóvenes frailes del convento de Euba, entre Amorebieta y Durango, participaron con un ochote.
Un día mi padre me llevó a una de las actuaciones, en el teatro Coliseo Albia da Bilbao, hoy desaparecido como tal. Recuerdo que los componentes del ochote Gaztelupe, según creo vencedor del certamen, vestían de pingüino, es decir, como si se tratase de músicos de alguna orquesta sinfónica, frente a otros que optaban por una indumentaria más acorde con el estilo vasco tradicional. Pero ya sabemos que San Sebastián ha estado desde siempre a otro nivel…
Y la pieza clave que, al parecer, les dio la llave del triunfo fue la llamada Kanta Berri, del donostiarra Pablo Sorozábal, músico de categoría autor entre otras obras de zarzuelas como “Katiuska”, “La Tabernera del Puerto” o “La del manojo de rosas”. El Kanta Berri es una pieza en la que se entremezclan trozos en euskara con otros en castellano, en francés e incluso en latín, y que su momento más intenso, al menos a mi juicio, es un canon a velocidad rápida en la cual las diferentes voces se van entrelazando para decir kanta dezagun, kanta dezagun, es decir, cantemos, cantemos. Hace poco he escuchado en You tube una versión interpretada por el coro Bihotz Alai de Algorta.
El Kanta berri de Sorozábal debía de ser una pieza importante para coro, apreciada no sólo por mi padre sino por personas mas “autorizadas” como quien dice. Pero si bien hoy en día es inevitable que ese tipo de piezas tengan un claro regusto del pasado, en la época de mi niñez, cuando aún faltaban bastantes años para que el maestro Sorozábal falleciera, lo cual ocurrió en 1988, bien podrían considerarse de actualidad, al menos para sectores de población no demasiado jóvenes y, además, interesados por la cultura vasca y sus tradiciones. Tal es así que en el coro de la parroquia de San Ignacio de Deusto, barrio bilbaíno en el que transcurrieron mi niñez y mi adolescencia, el Kanta Berri era una de las piezas de su repertorio, al igual que otras muchas habituales en los mencionados concursos de ochotes y en otros coros más numerosos, o al menos más apreciados de lo que son en la actualidad.
He comentado antes que a mi padre le gustaba cantar. Además, creo que podría considerársele una persona sociable. Era por ello comprensible que se mostrara interesado por el coro de la parroquia del barrio donde residía. En aquella época, a caballo entre el nacional-catolicismo franquista y los aires innovadores en la Iglesia Católica a cargo del papa Juan XXIII y luego de Pablo VI, casi todo el mundo iba a misa, incluido mi padre. En resumen: que con su animada voz de tenor, un domingo sí y otro también “actuaba” en los oficios dominicales, aparte de las necesarias visitas entre semana a la iglesia para los pertinentes ensayos.
El director del coro era un individuo al que bien podría catalogarse de jesuita. No en el sentido más estricto del término, sino en otro más amplio, entendiendo la calificación de jesuita como una determinada tipología de persona. En cualquier caso, creo que su ligazón con la Compañía de Jesús tenía fundamentos objetivos, pues si no me equivoco trabajaba de profesor en algún colegio privado regentado por dicha orden. Pero, además, era un tipo inteligente y cultivado, con una más que notoria preparación musical, no solo como director de coro sino también como organista.
A decir verdad, individuos muy preparados hay muchos, y no tienen por qué estar todos cortados del mismo patrón. Los hay soberbios y humildes; seductores y que pasan desapercibidos; simpáticos y huraños… los que yo llamo del tipo jesuita, y lo digo porque era esa la manera como mi propio padre catalogaba al director del coro, tienen un no sé qué de cara oculta, que apenas si son capaces de disimular con una simpatía que a veces parece fingida. Además, casi nunca exteriorizan demasiado sus emociones, pues estas suelen mantenerse en un tono neutro que no rebasa lo políticamente correcto. Como podrá suponerse, esto lo cuento basado en las impresiones que me transmitió mi padre y en las contadísimas ocasiones en las que pude coincidir con el susodicho director cuando mi padre y yo nos lo encontrábamos en la calle de forma casual.
A mi padre nunca le gustaron ese tipo de personajes, porque, según decía, lo que ocultan es siempre mucho más que lo que expresan de forma abierta. De hecho siempre manifestó desconfianza hacia aquellos que, tanto por evidenciar una preparación cultural, profesional o lo que fuera, mayor que la media de los mortales, así como por ese carácter contenido como de no presentar más cartas que las necesarias, le resultaban sospechosos en alguna medida. Era normal, por otra parte, que en una época como la franquista, donde cualquier tipo de asociacionismo era mirado con lupa por las fuerzas del régimen, cualquiera que tuviese “algo que ocultar” anduviera con sumo cuidado.
Quizás ese atisbo de desconfianza tuviera que ver también con un poco de envidia por su parte. Envidia porque sabía que quien está organizado tiene más opciones de éxito personal que quien va por libre. Creo que esto se vio al poco de morir el dictador, cuando como quien dice se pudieron exhibir muchas más cartas sin correr por ello un riesgo personal. Y no me refiero tanto a quienes militaron en partidos radicales “subversivos” que en su día sufrieron la represión franquista en toda su crudeza, sino a otros muchos que hasta entonces habían pasado desapercibidos pero que de golpe y porrazo aparecieron en escena como personas relevantes del nuevo orden “democrático”, tanto en lo político como en cualquier otro ámbito profesional.
Pero mi pobre padre, a pesar de su carácter sociable, iba por libre. Es curioso que, conforme voy envejeciendo, cada vez me digan más veces que me parezco a él. Pero en mi juventud a quien más debía de parecerme era a mi madre. Al igual que yo, o más bien yo al igual que ella, siempre fue una empollona de tomo y lomo, mucho más capacitada para cuestiones abstractas, como por ejemplo las matemáticas, que para las relaciones sociales o para cantar en la ducha. Mi madre, además, tenía una voz fatal, aunque entonaba mejor que mi padre. No lo he dicho hasta ahora, pero incluso con mayor empeño que al canto, mi padre se dedicó a la pintura, habiendo sido durante muchos años miembro de la Asociación Artística Vizcaína. Creo sinceramente que pintaba bien, aunque también debo confesar que dibujaba bastante peor.
Aun a riesgo de ser esquemático, esa dicotomía explica muy bien como era cada uno de mis dos progenitores, y a su vez de dónde que sacado yo mis cualidades: mi madre dibujaba bien pero no sabía pintar, y entonaba bien pero con mala voz, estropeada además por el incesante ejercicio de maestra de niños pequeños. Mi padre, por el contrario, tenía una bonita voz de tenor, pero mala oreja, como suele decirse. Y yo, a pesar de que en la vejez a uno se le cambia todo, en aquella época me parecía mucho más a mi madre. Una canción de nombre Ilunabarra (crepúsculo) fue, si no recuerdo mal, la primera partitura que mi padre trajo a casa procedente del coro de la parroquia. No sé si era capaz de leer las partituras con cierta solvencia, pero me inclino a pensar que no. Mi madre, por el contrario, se pasaba horas y horas solfeando con mi hermana cuando esta era una niña y tenia que aprobar los correspondientes exámenes del “Solfeo de los solfeos” y de otros tratados, así como también repasando las preguntas y respuestas de los libros de Teoría de la Música, a los cuales considero los tratados menos amenos ydidácticos que he conocido en mi vida.
Una canción de nombre Ilunabarra (crepúsculo) fue, si no recuerdo mal, la primera partitura que mi padre trajo a casa procedente del coro de la parroquia. No sé si era capaz de leer las partituras con cierta solvencia, pero me inclino a pensar que no. Mi madre, por el contrario, se pasaba horas y horas solfeando con mi hermana cuando esta era una niña y tenia que aprobar los correspondientes exámenes del “Solfeo de los solfeos” y de otros tratados, así como también repasando las preguntas y respuestas de los libros de Teoría de la Música, a los cuales considero los tratados menos amenos y didácticos que he conocido en mi vida.
Al final, la partitura del Kanta berri apareció por mi casa. Me refiero a la partitura para tenor primero, que era la voz de mi padre, y que en líneas generales correspondía a la melodía de la canción, que como obra para coro se cantaba a varias voces. Aunque, como he dicho ya, nunca realicé en aquella época estudios musicales sistemáticos, creo que el Kanta berri fue una de las primeras partituras que leí con la atención suficiente para entenderla, para memorizarla, y para tocarla bien en el piano con una sola mano o bien con una melódica Hohner que los Reyes Magos nos habían obsequiado.
No recuerdo si una o dos veces a la semana, mi padre se dirigía a los locales parroquiales a ensayar provisto de su carpetita donde guardaba las respectivas partituras. Hasta que cierto día regresó a casa más alterado que de costumbre, aparte de más pronto que la hora habitual. Tarde o temprano, en una familia acaba sabiéndose todo. Y así pude enterarme de que había tenido un altercado desagradable con el director del coro, al parecer motivado por que mi pobre padre, con sus limitaciones musicales, debía de ser a incapaz de entonar el Kanta berri tal y como el director del coro exigía.
Lo malo de los jesuitas que siempre se manifiestan ante los demás en un tono emocional moderado y que en sus relaciones personales nunca se salen de lo políticamente correcto es que, cuando explotan, lo hacen de forma extemporánea y desmesurada. Algo así debió de ocurrir con el ínclito director del coro, pues según parece le echó a mi padre una bronca de órdago aparte de lanzarle la partitura no sé dónde. Entre una cosa u otra se debió de llegar a un punto de no retorno. Y si bien en un momento posterior, no sé si el mismo día o poco después, el director se disculpó y le encareció a mi padre a que continuara, la suerte estaba echada. Aquel día mi padre recogió las partituras de donde se las había tirado y no volvió más al coro parroquial.
Hace mucho que el director del coro falleció, a una edad bastante temprana. No sé lo que ocurrió con el coro, pero creo recordar que no duró demasiado tiempo. A partir de aquello, las veleidades musicales de mi padre casi desaparecieron por completo. Y las mías, mal que bien, continuaron lo suficiente para que, al cabo de los años, pueda afirmar que he llegado a ser un músico mediocre.