Una de las advertencias más serias que me hicieron siendo niño era que por nada del mundo se me ocurriera meterme marino. Y debo reconocer que la hacían con conocimiento de causa, pues eran numerosos en mi familia quienes habían optado por la carrera de náutica, dicho sea de paso una de las pocas que se podía estudiar cerca de casa, ya que la antigua escuela de náutica se encontraba al borde mismo de la ría, entre el puente de Deusto y la Avenida de las Universidades, las de los jesuitas, de las cuales he hablado ya.
Mi abuelo materno y sus dos hermanos habían empezado a trabajar como aprendices en los astilleros Euskalduna de Bilbao, ubicados en el mismo lugar donde en la actualidad se encuentra el palacio de congresos del mismo nombre. Llegaron a ser afamados modelistas, es decir, quienes elaboraban los moldes en madera de las piezas que después había que fabricar en fundición. Era natural, si cabe, que sus hijos varones fueran a estudiar la carrera de maquinista naval, y que acabaran dedicando su vida laboral a navegar de aquí para allá. Además, una hermana de mi madre, y por consiguiente también de uno de los maquinistas de la familia, se casó con un cocinero de barco cuyos hermanos también lo eran, por lo que la vida del mar estaba muy presente en mi escenario infantil. Sin embargo ello no era en absoluto del agrado de las mujeres de mi familia, por diversas razones que a mí, siendo un niño, no se me explicaban ni, de hecho, tampoco las hubiera entendido.
Ninguno de los tres hermanos era un inculto ni mucho menos, pero mi abuelo, el segundo de los tres, era el más “intelectual” como si dijésemos. Y lo que suele ocurrir en las familias donde uno de los progenitores tiene veleidades intelectuales es que los hijos suelen heredarlas en gran medida. Lo mismo mi madre, de la que ya he hablado, como su hermano maquinista.
Intelectual, un tanto aventurero, romántico y soñador. Después de recorrer medio mundo acabó recalando en una compañía californiana de barcos pesqueros que faenaban a lo largo de la costa del Perú, en una época en la cual era riquísima en bancos de pesca.
Allí estuvo viviendo varios años, en compañía de su esposa, también bilbaína de pro, con la que tuvo que contraer matrimonio por poderes tras lo cual ella se fue en busca de su marido a bordo de un paquebote de bandera inglesa pero con nombre español: el “Reina del Pacífico” (hay que tener en cuenta que, en inglés, los barcos son femeninos), en una de esas travesías larguísimas que se hacían antes, saliendo de Santander, cruzando el Atlántico y después el Canal de Panamá para internarse en el Océano Pacífico, hasta llegar al puerto de El Callao, en Perú.
Pero todo tiene su fin, y al final la pareja decidió que ya era el momento de dejar de lado la aventura peruana y de regresar a la tierra de sus antepasados. Así que, teniendo yo unos once años, tuve la fortuna de conocer a mi tío que había partido al Perú antes de que yo naciera, después de esperar un montón de tiempo en el andén de la Estación del Norte a que llegara el tren de Madrid, porque el viaje trasatlántico de regreso lo habían hecho ya en avión hasta el aeropuerto de Barajas.
Es habitual que, en tales tesituras, se hagan regalos. Solo recuerdo uno de ellos: un disco de una tal María de Jesús Vásquez, que cantaba valses peruanos acompañada de orquesta; disco que, por fortuna, todavía conservo, a pesar de haber transcurrido desde aquello más de sesenta años.
La flor de la Canela, de Chabuca Granda, el vals peruano por excelencia, abría el repertorio. Le seguía otro casi tan famoso como el primero: La nube gris. Un vals que, casualidad de casualidades, se mencionaba en una novela un tanto curiosa de Mario Vargas Llosa titulada La tía Julia y el Escribidor, con un argumento central, supuestamente autobiográfico, de un romance entre el propio escritor, siendo aún joven, con una tía suya, argumento con el que se intercalaban una serie de historias que nada tenían que ver con este, y que tenían la particularidad de que todas ellas quedaban inconclusas.
He escuchado un montón de veces en mi vida el disco de María de Jesús Vásquez, entre otras razones porque me ha parecido bien cantado y bien orquestado. También porque los valses peruanos tienen un encanto especial, que siempre me ha cautivado. Pero debo reconocer que, con el tiempo, según fui adquiriendo experiencia literaria y, si se quiere, también experiencia de la vida en general, empecé a escuchar las letras de las canciones con más atención y sentido crítico, y me di cuenta de que podrían hacerse algunas objeciones al texto:
Si me alejo de ti es porque he comprendido
Que soy la nube gris que nubla tu camino
Me voy para dejar que cambie tu destino
Que seas muy feliz mientras yo busco olvido.
Cantado por una mujer, la cosa destila un no sé qué de baja autoestima. Esta afirmación puede ser más o menos discutible, pero según avanzaba el disco te encontrabas con ejemplos más explícitos:
Olvídate de mí, tu amor yo no merezco
No soy digna de ti, muy poco yo te ofrezco
Yo sola me perdí, yo misma me aborrezco
No tienes que sufrir de mi infelicidad.
No caiga sobre ti el peso de las culpas
Que un día cometí, y aunque yo te quiera
Confieso que es mejor tomar otro camino
Otro querer más digno muy pronto encontrarás.
Prefiero quedar sola, sola, sola, y me iré
Huyéndote muy lejos, lejos, lejos, porque sé.
Que un día tú sabrás mi gesto agradecer
Aunque en este momento por mí sufras decepción.
En otro de los números del disco, la protagonista del mismo no solo sufría de amargura, sino que se le achacaba una tremenda culpa:
Qué pena me da mirarte cuando te miro,
Qué pena me da, mujer, lo que has perdido.
Por jugar con el amor, pobre mujer, pobre, ¡ay de ti!
Hoy sufres y te lamentas lo que has perdido.
Te engañaron las amigas, te extravió una mala gente
Llenando tu obre mente de orgullo y vanidad
¡Llora, mujer, con dolor! etc., etc.
No me considero ni de lejos un conspicuo feminista, y tampoco creo ser yo la persona más adecuada para criticar el machismo de nadie. Pero aún así, la letra de muchas de las canciones del disco creo que no pecan solo de machismo, sino también de misoginia. Ya sé que estamos hablando de canciones muy antiguas, y que el mundo ha cambiado mucho, incuso en el Perú. Pero las canciones tienen una vida muy larga, lo
mismo los valses peruanos que los lieder de Schubert o que los madrigales de la Edad Media. Y no está de más, por ello, mirarlas con sentido crítico, sin cometer exageraciones juzgando cosas de otras épocas según el criterio actual, pero tampoco aceptándolas sin más solo porque, como corresponden a una determinada tradición, no cabe objetar nada sobre ellas.
Por desgracia, la misoginia ha sido, y sigue siendo una constante en muchas latitudes del planeta y en muchas “civilizaciones”. Entre otras la civilización latinoamericana de antaño. Muchas veces he pensado yo, y prefiero no poner más ejemplos para no herir la sensibilidad de nadie, que a veces resulta mejor no entender el texto de determinadas piezas musicales cantadas, porque comprender el texto te puede fastidiar el gozar de la música. Y si no te queda más remedio que entenderlo, pues mejor no hacerle demasiado caso. Pero con misoginia o sin ella, los valses peruanos son preciosos. Además ocurre que el disco de María de Jesús Vásquez fue la primera referencia que tuve sobre música latinoamericana, y esa es una de las razones por las que tengo a ese disco especial cariño. A lo largo de la vida he podido conocer muchas más referencias de ese género musical, tanto vocales como instrumentales, de guitarra, de flauta, de arpa… y debo decir que pocos estilos han hecho que me sintiera tan alegre, tan lleno de vida y de ganas de disfrutarla.