Hay quien dice que prolongar la niñez de una persona todo lo posible está bien. No solo porque la niñez supuestamente es la etapa más feliz de la vida, aunque yo no esté en absoluto de acuerdo, sino porque el ritmo frenético de la vida actual, a la par que la sobrecarga mediática y propagandística que el conjunto de la ciudadanía, sea cual fuere su edad, debe soportar, ha surtido el efecto de estimular la precocidad en la evolución de los seres humanos, con lo cual cada etapa se da por finiquitada antes de dar de sí lo que debiera. En esta otra cuestión sí que estoy de acuerdo. Ser niño hasta donde sea posible está bien, porque ya habrá tiempo después de ser otra cosa.
Cuando estudiaba en el instituto de Bilbao, al menos durante los primeros cursos, me pasaba una cosa muy curiosa: mi barrio, San Ignacio, si bien estaba urbanizado en el entorno que ocupaban las viviendas, plazas y calles adyacentes, no pasaba lo mismo con sus alrededores, los cuales se componían de las huertas de los pocos caseríos que aún quedaban en pie y de muchos terrenos baldíos, como por ejemplo la zona del canal de Deusto, aún a medio hacer, donde jugábamos a cosas que muy poco tenían que ver con la adolescencia pero mucho más, por el contrario, con la niñez; como por ejemplo a indios y vaqueros, a lanzarnos piedras y trozos de arcilla seca, a cazar lagartijas o a explorar terrenos ignotos. Además, teníamos el patio del que ya he hablado, terreno inmejorable para el juego de canicas, excavar hoyos, el fútbol doméstico, el escondite y similares. Y por si ello fuera poco, por las calles del barrio pasaban tan pocos coches que nos daba tiempo para pintorrojear en la calzada un circuito para iturris, es decir, chapas de botella, o cualquier otro juego de suelo donde podíamos disfrutar el tiempo que quisiéramos, con la única salvedad de tener que retirarnos cada vez que, de ciento en viento, algún vehículo hacía su aparición.
La mayoría de mis compañeros de instituto, por el contrario, procedían del centro de Bilbao o bien de barrios adyacentes que hacía tiempo se habían integrado en un espacio de conurbación. Chicos “de asfalto” acostumbrados a vivir en un entorno muy distinto, que yo imaginaba triste a más no poder porque carecían de espacio “para jugar”. Ese tipo de alunado, como os podréis figurar, estaba mucho más “espabilado”; porque el asfalto, para bien o para mal, espabila mucho.
Estando yo en primer curso de bachillerato, con diez años y medio de edad, a la vuelta de las vacaciones de Navidad se le ocurrió a una de mis profesoras preguntarnos qué nos habían traído “los reyes”, los cuales en aquella época aparecían por las casas la noche del cinco al seis de enero y, por tanto, con un solo día para disfrutar de los juguetes hasta que empezaran de nuevo las clases el día siete. Fue preguntando uno por uno, y todos contestaron que ropa u otros objetos útiles. Cuando llegó mi turno, dije con total naturalidad que un fuerte con indios. La carcajada fue estruendosa, aunque lo peor fue que, hasta que no pasó bastante tiempo, no entendí por qué se habían reído.
Aún así, todavía seguí durante mucho tiempo siendo un niño, porque ser un niño era lo único que sabía ser, y además porque, aparte de haberme convertido en un alumno empollón, no me importaba demasiado lo que pensase ninguno de mis compañeros, ya que en realidad los veía como personas un tanto distantes.
Pero la biología no perdona, y un día, antes de haber cumplido los catorce, sin saber por qué empecé a sentirme interesado por cierta joven, bastante mayor que yo, usuaria habitual del autobús que comunicaba mi barrio con el centro de Bilbao y que yo utilizaba para ir al instituto, joven en la cual hasta entonces no había reparado. Eso no quería decir, ni mucho menos, que ya no fuera un niño, pero sí, por el contrario, que la suerte estaba echada: a los pocos meses de aquello, mi madre me compró mi primer pantalón largo, un vaquero de tergal, ya que con arreglo a su mentalidad cartesiana los de tergal eran mejores que los de algodón porque se lavaban y secaban con más facilidad, y encima no había que plancharlos.
En aquella época el pantalón largo o corto marcaba en los muchachos la diferencia entre ser un niño o ser ya otra cosa, similar a lo que entre las niñas podría ser usar o no sujetador. Ese paso solía darse entre los trece y los catorce años, que correspondían al nivel académico de cuarto de bachillerato. Hay que tener en cuenta que las modas de vestir eran mucho más rígidas, así como las convenciones sociales que las sustentaban.
Así ocurría que, una vez puesto alguna vez el pantalón largo, el cambio resultaba irreversible, porque volver al corto, aunque solo fuera de vez en cuando por motivos prácticos, suponía una regresión. Para que os deis cuenta de la importancia de esto voy a contaros una anécdota de aquella época: uno de los alumnos que, se suponía, era de los más “asfaltados” de clase, en animada conversación nos contaba que el fin de semana anterior se había encontrado en un descampado de su barrio con una que era lo que se solía llamar “chica fácil”, y que esta les había invitado, tanto a él como a algún otro amigo del barrio, a realizar determinados tocamientos incluso con la ropa a medio quitar, gracias a lo cual debieron de pasar un rato de lo más divertido. Yo escuchaba el relato con cara de póker, hasta que en un momento determinado se me ocurrió hacer la pregunta adecuada: ¿Cuándo pasó eso cómo estabas vestido: igual que ahora, con los pantalones cortos?
Mi compañero acusó el golpe, y contestó serio que no, que ese día llevaba puestos los largos. Ya os podéis figurar cuál es la razón de que os haya contado esto: lejos de sentir fascinación, envidia o cualquier otro sentimiento análogo, ocurría que lo que hicieran los demás me importaba un comino porque no me sentía vinculado a ellos, menos aún ante un relato como aquel que, estaba seguro, era falso desde el principio.
El episodio de la chica que un día sí y otro también tomaba el autobús en la misma parada que yo es el primer recuerdo que tengo de que una vez dejé de ser un niño. Lo más importante que recuerdo después de aquello es que al poco de terminar el curso cuarto de bachillerato caí gravemente enfermo, lo que me costo sufrir una intervención quirúrgica con el correspondiente período de hospitalización y el posterior de larga convalecencia, que me obligaron a pasarme el verano en inferioridad de condiciones como quien dice.
Pero cuando al fin estuve restablecido me di cuenta de que si antes de caer enfermo todavía era un niño, después de aquello ya no lo era, porque lo que hasta entonces me había motivado, como por ejemplo jugar a indios con mis amigos atribuyéndonos a cada uno el nombre de algún jefe legendario, bien fuera Toro Sentado, Jerónimo, Caballo Loco o Nube Roja, de repente había dejado de tener sentido alguno. Y cuando uno de los compañeros de juegos, unos años más joven que yo, al verme de nuevo en la calle me preguntó si estaba ronco, la evidencia se hizo ya ineludible.
No hay dos niñeces iguales, como bien se ha visto en la anécdota de los regalos de los Reyes Magos que he contado hace poco. Tampoco hay dos adolescencias iguales, lo cual tuvo el efecto de que los amigos que había tenido ya no me interesaban ni yo tampoco a ellos, porque nos habíamos convertido en personas diferentes a lo que habíamos sido hasta hacía poco, si nada ya en común. La consecuencia fue que tuve que iniciar mi adolescencia “ex novo”, partiendo de cero en todos los sentidos. No recuerdo si la chica del autobús lo seguía tomando a la misma hora que yo. Sí, por el contrario, que acabé coincidiendo en la parada con un compañero de clase que había realizado el bachillerato elemental en un centro docente de otra localidad, y que se había incorporado a mi instituto para cursar el quinto curso. El fue mi primer amigo de la adolescencia, al cual vamos a llamar de aquí en adelante USLG como abreviatura de su nombre. Vástago de una familia numerosa, tenía un estilo muy diferente al mío, mucho más sociable. Aprovechando el camino abierto por alguna de sus hermanas mayores, ambos nos integramos en el club de jóvenes de la parroquia del barrio, la misma parroquia donde poco antes mi padre había tenido la amarga experiencia del coro.
Dicen también que la adolescencia es una época de la vida muy tribal, es decir, que el grupo de iguales condiciona de forma poco menos que irreversible lo que piense o haga cada uno de sus integrantes, lo que supone que destacar, o disentir, acaba resultando problemático. Es un poco la época en la cual parece que a todo el mundo tiene que gustarle las mismas cosas, porque la “similitud” de identidades es como la argamasa que mantiene al grupo compacto. Además ocurre que uno de los mayores “nexos” de unión en esa etapa en la cual las sensibilidades afectivo-emocionales están a flor de piel es la música.
Como es de esperar, mi adolescencia dio lugar a un montón de anécdotas musicales que iré contando poco a poco. No cabe duda de que el bagaje musical “heterodoxo” que había ido adquiriendo desde los tiempos de Beniamino Gigli fue muy determinante, lo mismo que mi tendencia a mirar al resto de personas desde lejos. Pero las cosas nunca son del todo sencillas, ni tampoco unilaterales. Unas más que otras, las adolescencias suelen ser complicadas, y casi me atrevería a afirmar que una adolescencia complicada puede ser buena, indicativo de riqueza en la personalidad del individuo. No sé si la mía fue más complicada o menos que otras, pero al menos sí que puedo decir que, con las contradicciones que se quiera, con sus luces y sus sombras, no careció de interés.