Para cuando se inició mi adolescencia ya me había ejercitado con el piano durante unos cuantos años, y mi hermana había alcanzado un nivel de destreza nada despreciable. El piano seguía ocupando un lugar preferente en el salón-comedor de mi casa, compitiendo ahora con la televisión, adquirida por la familia durante mi período de hospitalización. Por fortuna puedo decir que la competencia entre ambos aparatos fue sana, pues tanto uno como otro mantuvieron su entorno propio sin demasiadas interferencias, lo cual incluso puedo alargar hasta el tocadiscos Phillips, que cuando se precisaba seguía poniéndose en marcha aunque auxiliado ahora por un aparato de radioamplificador más moderno y más en consonancia con una estética sesentera.
Nuestros amigos seguían viniendo a casa y yo a la de ellos. No ya, como me ocurría uso años antes, para jugar con los pequeños muñecos indios y vaqueros de plástico y derribarlos con unas pistolas hechas de pinzas de la ropa, que antes eran de madera, sino para lo que vulgarmente se llama “socializar”. Cuando no se oía nuestro piano, podía oírse a través de la pared el de Begoñita, de la misma forma que, supongo, en casa de Begoñita se oiría el nuestro. A veces tocado por mi hermana, otras aporreado por mí, y otras ejecutado por alguna amiga suya como por ejemplo MP, una preciosa rubia fría como un témpano, con unas fuertes manos propias de una gran pianista que se precie, y que ya era capaz de tocar escalas cromáticas ascendentes y descendentes a velocidad de vértigo. Muchos, muchísimos años después, he sabido que MP acabó siendo profesora de conservatorio. Seguro que lo tenía merecido.
Pero todos los que pasaban por nuestra casa no eran ni con mucho afamados instrumentistas: el propio USLG, por ejemplo, no se privaba de interpretar con el dedo índice de la mano derecha la única melodía que conocía, y que apenas constaba de cinco notas: do-re-mi-mi-re-re-do-do, mi-fa-sol-sol-fa-fa-mi.
Sin ánimo de menospreciar ni mucho menos las cualidades de USLG, debo decir que solía resultar bastante pesado. Era uno de esos que, cuando hablan, a veces parece que están saboreando lo que dicen. Cada vez que por el motivo que fuera aparecía por nuestra casa, jamás se privaba de echar mano al piano e interpretar la melodía que tenia en tan grata estima: do-re-mi-mi-re-re-do-do, mi-fa-sol-sol-fa-fa-mi.
Hasta que llegó un día en el cual a mi padre se le agotó la paciencia, e irrumpiendo en el salón se lo dijo de forma tajante: “No quiero volver a oír semejante canción en mi casa, porque eso que estás tocando era un himno de los nazis”.
El susodicho himno no era otro que “Yo tenía un camarada”, himno de origen nazi que en España popularizaron los falangistas, a los que mi padre no tenía ninguna simpatía, así como tampoco a los nazis, dicho sea de paso.
No sé dónde pudo aprender USLG las notas de semejante canción fascista, aunque sospecho que dentro de su propia familia, pues entre sus familiares se contaban muchos militares de carrera, que estando en pleno franquismo a lo mejor más de uno de ellos era nazi, falangista o quién sabe qué. Sea como fuera, tengo mis serias dudas de que USLG supiera que estaba dando la matraca en casa ajena tocando un himno de los nazis. Lo que pasa es que, si los pesados recalcitrantes se distinguen por algo, es por por ser capaces de dar la matraca en casa ajena tocando en el piano un himno nazi sin darse cuenta siquiera lo que están haciendo.