Los principales secretos que los adultos mantenían con respecto a los niños de corta edad eran antes de dos tipos: por una parte, el origen de los regalos que se recibían la noche anterior al día de los Reyes Magos, a lo cual se le atribuía un carácter mágico; por otro lado estaba lo relativo a la sexualidad y a la reproducción, que era tabú, y nos mentían diciendo que a los niños los traía la cigüeña, y cosas por el estilo.
Era normal que para los seis o siete años ya hubiéramos espabilado lo suficiente para saber que los juguetes los traían los padres, lo cual suponía además una enorme ventaja porque así no había inconveniente en comprarlos al inicio de las vacaciones navideñas y tuviéramos más tiempo para jugar. Ahora ocurre lo contrario: como el Olentzero se ha puesto más de moda que los Reyes Magos, y se supone que reparte los juguetes durante la nochebuena, se tiende a prolongar más tiempo el carácter mágico de los regalos navideños; mientras que, por otra parte, las cuestiones relativas al sexo se han desmitificado tanto que no resulta extraño que un pequeñajo o pequeñaja de esa edad sepa del colectivo LGTBI y similares mucho más que un adulto de mi época infantil.
Aún así, por aquello del protocolo había que guardar ciertas apariencias, y si bien en la adolescencia hacia mucho tiempo ya que sabíamos quiénes eran en realidad los Reyes Magos, no estaba mal esperar prudentemente al día de Navidad para exhibir los regalos y llevarse la correspondiente sorpresa, casi siempre agradable. Había sin embargo un inconveniente: si los regalos se compraban, como era normal, algunos días antes, había que mantenerlos ocultos hasta el día señalado, lo cual podía resultar difícil si se trataba de regalos voluminosos, como por ejemplo una guitarra.
Un día se me ocurrió mirar debajo de una de las camas de mi casa y me encontré con una guitarra metida en su correspondiente funda de tela con dibujo a cuadros y contrafuertes de plástico, que era como solían ser en aquella época las fundas para guitarras baratas. No faltaba mucho para Navidad, y no tuve inconveniente en esperar un poco, aun a sabiendas de que el factor sorpresa se había perdido. O más bien se había adelantado, porque sorpresa sí que la hubo.
En la época de mi adolescencia, una guitarra era poco menos que un icono. Por efecto del enorme cambio que sufrió la música en los años sesenta, bien de la mano del pop, bien de la proliferación de cantautores, unos más politizados que otros, que se produjo entonces, la guitarra se convirtió en el instrumento musical por excelencia de los intérpretes que más estaban de moda y, por extensión, que más les gustaban a los jóvenes, al menos a la mayoría de ellos.
La guitarra tenía además ventajas objetivas: era barata, fácil de transportar, ideal para acompañar al canto, y además fácil de tocar o al menos así creíamos, pues en realidad la guitarra es uno de los instrumentos musicales más fáciles de tocarlo mal, pero más difíciles de tocarlo bien. Puestos en un plano más sutil, creo que otra de las ventajas de la guitarra era que, aparte de emitir el sonido directamente de la pulsación de la cuerda, sin ningún mecanismo intermedio como por ejemplo con el piano, la posición de tocar era abrazado a ella, lo cual hacía que la comunicación entre el intérprete y el instrumento fuera más próxima, más íntima que con otros instrumentos.
La guitarra servía también para socializar, y de alguna forma para destacar delante del sexo opuesto. O del sexo propio, aunque en aquella época, por desgracia, lo del sexo propio no se llevaba nada bien. Por una u otra razón, la venta de guitarras era enorme, y no solo eso, sino que cualquier adolescente que se preciara debía al menos saber rasgar unos acordes si quería ser alguien. Pero la guitarra no bastaba para socializar: era preciso también conocer las canciones de moda, saber interpretarlas y además creértelas, es decir, sentir que te motivaban lo suficiente para poder pergeñar una interpretación aceptable. Lo de los acordes, e incluso lo del punteo, que era como se llamaba a interpretar con la guitarra alguna melodía, podía hacerse además con relativa facilidad incluso sin conocer el lenguaje musical. He dicho ya que no era normal que los chicos estudiáramos solfeo, por lo cual había muy pocos que eran capaces de aunar la destreza guitarrística con las correspondientes partituras; y con respecto a las chicas, pues qué os voy a decir: las había que habían empezado a estudiar piano y lo habían dejado a medias, aburridas de una enseñanza que muchas veces también lo era. Otras, más adelantadas, se habían encaminado hacia el piano y la música clásica, con lo que estaban muy “por encima” de veleidades guitarrísticas juveniles. Y muy pocas, por no decir ninguna, se habían dedicado a la guitarra “en serio”, entre otras razones porque, no sé el motivo, la guitarra era más cosa de chicos.
Por fortuna, yo no empezaba con la guitarra desde cero, ya que aparte de poseer un bagaje musical clásico nada despreciable, a rebufo de los estudios de mi hermana había aprendido algunos rudimentos de solfeo que al menos me servían para identificar las notas y las claves, condición imprescindible para interpretar las piezas sencillas del método Carpentier y de algunos cuadernos para principiantes que había comprado mi hermana, todos ellos de piezas conocidas como por ejemplo la inefable La donna e mobile, la canción italiana Santa Lucia, o diferentes éxitos clásicos orquestales en transcripciones para piano de nivel elemental. La mayor parte de lo que había aprendido leyendo partituras era producto de un trabajo de autodidacta, por lo cual acabé arrastrando una deficiencia importante que, mal que bien, poco a poco he ido superando en cierta medida: ser capaz de interpretar una pieza más o menos bien solo cuando ya conocía la melodía de antes, porque las nociones de ritmo, medida, articulación y ligaduras, partes fuertes y débiles del compás, síncopas, notas a contratiempo, etc., apenas si las tenía en cuenta. Y como además era bastante cartesiano, solían decirme que tocaba “sin sentimiento” Aún así, el disponer de una guitarra me llenó de ilusión, y me dediqué con total empeño a progresar lo que pudiera. Pero si bien mi hermana disponía de una profesora para sus clases de piano, para aprender guitarra no tenía a nadie, por lo cual había que empezar sin ayuda. ¿Qué es lo normal en estos casos? Comprarse un método. Y el método mas habitual en aquella época era uno al que yo llamaba el método del barbudo, porque en su portada aparecía un señor tocando la guitarra con pinta de chapado a la antigua, tanto por su vestimenta como porque poseía una larga barba negra. Por si fuera poco, la guitarra que usaba también era de las antiguas, es decir, con un clavijero en el cual las clavijas de tensar las cuerdas no estaban sujetas al mástil de la guitarra por engranajes de ejes perpendiculares como las actuales, sino encastradas en agujeros del mismo diámetro, como en los violines. Y para más inri, apoyaba el pie izquierdo en un cojín, algo que nuestras madres jamás nos habrían permitido, al menos calzados con zapatos de calle.
El señor que aparecía en portada tocando la guitarra no era otro que Francesc Tárrega, natural del pueblo castellonense de Villarreal y fallecido en 1909, al cual se le considera el primer músico que elevó la guitarra española a la categoría de instrumento de concierto, y que según creo fue maestro de otras grandes figuras posteriores, como por ejemplo Andrés Segovia. Me atrevería a decir que con el método del barbudo no aprendí mucho. Aprendí que existían acordes, unos en tono mayor y otros en tono menor, los cuales identificaba yo con “músicas alegres” y “músicas tristes”. Aprendí también que había acordes que “pegaban” bien con una melodía, y otros que no. Y por último, que los acordes podían agruparse de tres en tres, que es justo lo que hacía el método en cada una de las páginas:
Presentar un grupo de tres acordes, a los que denominaba tónica, dominante y subdominante. Según un párrafo que acabo de copiar de internet, La dominante se encuentra una quinta por arriba de la tónica y la subdominante una quinta por debajo (por eso se llama subdominante). Para los profanos: Si la tónica es “do”, la dominante es “sol” y la subdominante “fa”. Si, por el contrario, la tónica es “la”, la dominante es “mi”, y la subdominante “re”. Y así sucesivamente. Un paso más adelante consistía en utilizar los acordes con séptima, es decir con una de las notas del acorde una séptima por arriba que la nota principal. Lo que venía a hacer el susodicho método era presentar en cada página las respectivas ternas de acordes, distintos según cuál era la nota tónica en cada ejemplo.
Lo normal para los principiantes era empezar con el acorde de la mayor, porque tenía una posición más fácil de adoptar. Había que combinarlo con el de mi mayor, y con el de re mayor. Para los acordes menores, se utilizaban las mismas tonalidades. Después, cuando ya habías cogido un poco de habilidad, podías pasar al acorde de do mayor, y así hasta pasar por todas las posibilidades armónicas. Pero después de haber dominado unas pocas de ternas de acordes, tenías que enfrentarte al reto de poner una cejilla utilizando para ello el dedo índice, es decir, pulsando la totalidad de las cuerdas con el dedo extendido. Un auténtico reto, ya que al principio, aparte de hacer bastante daño, costaba muchísimo que saliera bien.
Por la disposición de las cuerdas de la guitarra, yo diría que la tonalidad más rica para el instrumento es la de mi, ya que tanto la primea cuerda como la sexta, es decir, la más aguda y la más grave, están afinadas en esa nota. El problema era que el correspondiente acorde de séptima dominante, es decir, el sí con séptima, que combinaba con la nota tónica mi, era un auténtico galimatías.
Todo esto venía la mar de bien para algunas canciones “facilonas”, como por ejemplo Yo vendo unos ojos negros, quién me los quiere comprar; o lo mismo Cuando en la playa la bella Lola su larga cola luciendo va, los marineros se vuelven locos y hasta el piloto pierde el compás, que podían acompañarse utilizando una terna de acordes con arreglo a esta clasificación. Pero pronto me di cuenta de que con una simple terna de acordes no bastaba para otro montón de canciones, en especial las de factura más moderna.
Yo Vendo Unos Ojos Negros, Nat King Cole
La bella Lola, Els pescadors de l'Escala
No obstante, hay que reconocer que utilizando solo tres acordes, correspondientes a notas tónica dominante y subdominante, estabas más que servido para armonizar acompañando con la guitarra un repertorio nada despreciable, que iba desde valses vieneses a canciones napolitanas; desde rancheras mejicanas a habaneras españolas; desde tangos argentinos a valses peruanos, y así un largo etcétera. Muchos años después he escuchado maravillosas composiciones para piano del genial músico cubano Ernesto Lecuona basadas en la música popular de su país, en las cuales el esquema armónico sigue con fidelidad la alternancia de tónica, dominante y subdominante sin introducir ningún otro elemento armónico.
Creo que, a pesar de que antes ha afirmado lo contrario, el método del barbudo ha ejercido en mi bagaje musical una influencia mucho mayor de lo que en un principio pudiera parecer. Porque se ajustaba a una música enraizada con la tradición melódica propia de la música latina, digamos que española e italiana, son obviar tampoco la música tradicional vasca u otras. Un tipo de música que ha tenido proyección en los países latinoamericanos; aunque en algunos de ellos, como por ejemplo Cuba o Brasil, ha existido también una influencia muy diferente: la de la música africana, rica en ritmos y en otros matices que no me siento capaz de analizar de forma adecuada. En América del Norte también se ha dado una fusión análoga, aunque aquí la fusión de la música africana no se ha llevado a cabo con la de tradición latina, sino anglosajona, inglesa e irlandesa sobre todo.
No hace falta decir, por más que resulte obvio, que la complejidad de la música clásica, bien de cámara, sinfónica u operística, quedaba muy por encima de la capacidad interpretativa de un adolescente que aporreaba el piano con piezas fáciles, y que gracias al método del barbudo y de su propia intuición acababa de descubrir un procedimiento para armonizar melodías sencillas con tres acordes de tonalidades tónica, dominante y subdominante. Con lo cual lo que estaba al alcance de mis facultades interpretativas era la música mas “facilona”, es decir, la que se cantaba, y la que se había cantado desde generaciones anteriores.
No vamos a ser tan drásticos como para atribuir al método del barbudo la causa de que en cuestiones musicales fuera un outsider. Lo que he contado hasta ahora sobre mi formación “clásica” gracias a Beniamino Gigli, al Trovatore, a los discos del Selecciones del Reader’s Digest y a otros, tuvo muchísimo que ver. Pero no cabe duda de que lo poco que aprendí con él me reforzó un universo musical propio que, en una época en la cual la presión de la música anglosajona propiciada por las multinacionales discográficas era ya patente, quedaba en gran medida no solo fuera de lugar, sino incluso a contracorriente.