Me atrevería incluso a afirmar que, en mi época de adolescente, dejados atrás hacía tiempo los fuertes con indios y otro tipo de entretenimientos, una guitarra era el principal juguete con que podíamos contar. Aparte, por supuesto, de los diferentes aparatos reproductores de música de que disponíamos, entre los que destacaban el tocadiscos de tamaño mucho más reducido que el que había en mi casa en la época de Beniamino Gigli, un tipo de tocadiscos que ya no necesitaba tampoco acoplarse a un aparato de radio que hiciera las funciones de amplificador; y poco después surgió el reproductor de casetes, que tenía la enorme ventaja de que podías grabar lo que quisieras una y otra vez en una cinta virgen, además de poder realizar varias copias de una misma canción, con lo cual ya no era necesario comprar el mismo disco una y otra vez para tener más de un ejemplar de la pieza de música que te interesara.
Se da por hecho que la profusión de aparatos digitales a disposición de los actuales niños y adolescentes ha surtido el efecto de hacerles más pasivos, incluso más perezosos. No es el momento de polemizar sobre ello. Pero sí que es cierto que los adolescentes teníamos unas ganas enormes de escuchar música, de cantarla e incluso de bailarla. Es decir, de no limitarse a ser un oyente pasivo, sino un agente creador o, al menos, imitador. Y para esta tarea la guitarra satisfacía muy bien las necesidades musicales de sus dueños.
He comentado antes que las dos funciones básicas que tenía la guitarra para la mayoría de sus poseedores músicos aficionados eran el acompañamiento mediante la emisión de acordes con arreglo a un ritmo determinado, y el “punteo” para reproducir melodías mediante una simple sucesión de notas sin ningún tipo de armonización. Pero siempre había alguien que avanzaba un poco más, y que, no se sabía cómo ni de dónde, había aprendido alguna pieza sencilla en la cual se combinaban melodía y acompañamiento.
He comentado también que la tonalidad de mi le viene a la guitarra muy bien, y más aun la de mi menor, porque de las seis cuerdas que tiene la guitarra cuatro de ellas emiten notas acordes con dicha tonalidad sin necesidad de apoyar los dedos en ningún traste, es decir, la primera y la sexta emiten un mi natural, la segunda un si, y la tercera un sol. Quizás sea esta una razón por la cual la pieza titulada Romance Anónimo, perteneciente a la banda sonora de la película Juegos prohibidos (Jeux interdits) era la más conocida, si no la única, en la cual los adolescentes guitarristas podían llevar a cabo algún tímido intento de utilizar la guitarra como instrumento de concierto, ya que en la primera parte de la pieza, en tono de mi menor, bastaba con interpretar la melodía con la primera cuerda mientras que el respectivo acompañamiento se obtenía pulsando al aire la segunda y la tercera. Poco a poco, las cosas se iban complicando con la necesidad de adoptar la posición de cejilla, auténtico calvario de guitarristas principiantes; y aún se complicaban más en la segunda parte de la pieza, esta en mi mayor, con más cejillas y con posiciones mas complicadas de los dedos de la mano izquierda.
Pero como el romanticismo de los adolescentes no tiene límites, la pieza de Romance Anónimo nos fascinaba, lo mismo a mí que a otros y a otras. Y esto, por fortuna, suponía una motivación enorme para que intentáramos profundizar en esa cualidad de auténtico embrujo que tiene la guitarra clásica, es decir, la que de forma magistral llegó a dominar el barbudo Francesc Tárrega, aparte de enriquecer el repertorio con un montón de piezas inolvidables.
Desde muy pequeño he tenido fama de empollón, y la verdad es que he sido bastante buen estudiante. pero no creo que mis capacidades intelectuales se hayan reducido nunca a convertirme en un recipiente de datos memorísticos, sino que, tanto de niño como de adolescente e incluso de adulto, nunca me ha faltado entusiasmo para avanzar, aunque más de una vez de forma demasiado autodidacta, por algún camino de conocimiento que me haya interesado de manera especial. De niño, aparte de aprender a tocar el piano a mi manera, fui un apasionado estudioso de los indios americanos y un lector apasionado de cualquier cosa que se relacionara con los vikingos. Y de adolescente, pues casi diría que me enamoré de la guitarra, de su embrujo romántico, y de la habilidad mágica que exhibían algunos intérpretes de guitarra clásica para producir, con un instrumento en apariencia sencillo, una música de notoria complejidad.
No hace falta decir que, de todos los poseedores de guitarra que pululaban por el citado club parroquial donde se desarrollaba mi actividad social de adolescente, yo era uno de los que más se empeñaba en avanzar por el camino de la guitarra como instrumento autónomo. Y el siguiente paso natural era, como no podía ser de otra forma, comprarse la partitura del susodicho Romance Anónimo.
El aquella época, cuando no existía internet, y la informática, aparte de estar en mantillas, era un alto secreto militar, la única forma de adquirir material de estudio o lectura, bien fuera literario o musical, era comprártelo en la tienda en formato papel. Bastante caro dicho sea de paso, y además sin opción a reproducirlo porque las fotocopiadores tampoco existían. Si te comprabas una partitura tenias que tomártela en serio por la cuenta que te traía. Y cuando con mis escasos conocimientos de solfeo me enfrenté a la partitura del Romance Anónimo, casi me volví loco al principio, porque las partituras de guitarra, aunque al menos tienen la “ventaja” de estar en clave de sol, y con ello te salvaba de la incomodidad de trasladar de la clave de fa a la de sol las notas a interpretar con la mano izquierda del piano, presentan un montón de indicaciones complementarias relativas al dedo de la mano izquierda con el cual hay que presionar cada cuerda, o lo mismo al de la mano derecha para pulsarlas; qué cuerda se debe pulsar para dar una nota determinada; o cuándo tienes que aplicar la cejilla, y dónde. Ello es debido a que, al contrario de lo que ocurre con el piano, en la guitarra la relación entre notas y formas de emitirla no es biunívoca, es decir, que la misma nota puede emitirse con más de una cuerda y con diferentes posiciones de los dedos.
Creo que el esfuerzo que tuve que realizar para lograr entender la partitura, plasmar en el diapasón de la guitarra las posiciones sugeridas, y además lograr emitir unos sonidos que resultaran convincentes, fue más que notorio. Pero, mal que bien, poco a poco conseguí interpretar la pieza del Romance Anónimo con la suficiente solvencia como para despertar la curiosidad, y a veces incluso la admiración, de mis colegas masculinos y femeninos del club parroquial, ya que aparte de mí, ninguno fue capaz de “avanzar” tanto como yo en los misterios de un instrumento como la guitarra que aunque resulta fácil de tocar mal, como quieras tocarla bien te va a costar de lo lindo. Pero después de haber conseguido hincarle el diente al Romance Anónimo, era lógico que intentara abrirme a nuevos horizontes. Había que conocer la bibliografía musical para guitarra, así como autores, intérpretes, técnicas especiales y lo que fuera.
El siguiente gran paso adelante que llevé a cabo fue comprarme un disco single de 45 r.p.m. que contenía tres piezas de guitarra interpretadas por un señor que se llamaba Pedro Cuadra. Lo he buscado en internet, y no he tardado nada en conocer un montón de datos sobre su discografía, aparte de otros aspectos. No cabe duda de que buscar cualquier cosa en internet no tiene ningún mérito, pero tan acostumbrados como estamos a ello se nos ha olvidado lo difícil que resultaba encontrar cualquier información hace más de cincuenta años: Me encontré por casualidad con un disco interpretado por ese señor, y me quedé con las ganas de saber algo más de él, aparte de que tocaba la guitarra muy bien.
El disco de Pedro Cuadra resultó trascendental, porque las tres piezas que contenía me parecieron maravillosas. La primera no era otra que el mencionado Romance Anónimo, que ya me tenía fascinado desde antes. La segunda, en la misma cara A, obedecía a un nombre no demasiado clarificador: Choriños. Era una pieza preciosa. Con un estilo que no me resultaba familiar. Para no alargarme demasiado diré que hasta muchos años después no tuve la suerte de saber cuál era su verdadero nombre: “Son de Carilloes”, compuesta por el brasileño Joao Teixeira Guimaraes, alias Joao Pernambuco. Incluso llegué a tocarla, como he dicho antes mucho después de que mi adolescencia hubiera legado a su fin, pero hoy, por desgracia, la tengo bastante olvidada. Y en la cara B del disco estaba la pieza reina, como si dijéramos: Asturias, de Isaac Albeniz, una transcripción para guitarra de la obra del mismo nombre compuesta para piano, perteneciente a la colección denominada Suite Española.
Son de Carilloes, de Joao Teixeira
Asturias, de Isaac Albeniz
Es pertinente señalar que, en la época a la que me refiero, existía en España un conjunto musical que, en contra de la tónica habitual, se limitaba a música instrumental, combinando composiciones propias con adaptaciones de otras más o menos clásicas. Se llamaban Los Pekenikes. Uno de sus éxitos llevaba por título Sombras y Rejas, y no era sino una adaptación de la mencionada Asturias de Isaac Albéniz. Ello quería decir que incluso en el ámbito del Hit parade de la época la pieza era conocida. Lo mismo ocurría con otras piezas, como por ejemplo un vals titulado La Favorita, que el mencionado grupo renombró como Embustero y Bailarín. Incluso se atrevieron Los Pekenikes con una versión de un aria de La Pasión Según San Mateo (BWV 244) de Johan Sebastian Bach, para voz de contralto acompañada de violín y bajo continuo. Todo esto lo traigo a colación para que se vea que en aquella época, a pesar de todos los pesares, existía una cierta ligazón entre la música de factura moderna y otros géneros, a los cuales algunos conjuntos de éxito prestaban una atención nada despreciable. Otro ejemplo de esto es otro conjunto llamado Los Pop-tops, que con una versión del Canon de Joannes Pachelbel, un músico del siglo XVII, consiguieron estar a la cabeza del ranking de superventas durante mucho tiempo. Incluso versionaron un aria de La Pasión Según San Juan (BWV 245) del citado J. S. Bach.
Aria, de Los Pekenikes
Oh, Lord, Why Lord, de Pop-Tops
¿Qué quiere decir esto? pues que los adolescentes, entre pan y pan como quien dice a veces encontrábamos un buen trozo de chorizo, o incluso de jamón serrano. Y digo esto porque, tal y como contaré después con más detalle, gran parte de la música española de moda era lisa y llanamente deleznable.
Algunas veces se le ha achacado a Isaac Albeniz, de origen catalán, que su música era demasiado “andaluza”. No sé si ello es bueno o malo. Sí sé, por el contrario, que muchas de las piezas pertenecientes a la mencionada suite u otras obras del compositor, originariamente para piano y dicho sea de paso de difícil interpretación, han tenido su correspondiente transcripción para guitarra, como por ejemplo, aparte de la mencionada Asturias, Sevilla, Granada, Cádiz, Torre Bermeja (serenata), Rumores de la Caleta (perteneciente a la colección “Recuerdos de viaje”)…
Confieso que la música de Albéniz siempre me ha parecido maravillosa. Me gustaba de adolescente, y me sigue gustando ahora, en la tercera edad. Puede que sea verdad lo de andaluza, lo cual ni le da mérito ni se lo quita. Es bonita, y punto. Al piano, como por ejemplo con la excepcional Alicia de Larrocha, también catalana, o lo mismo a la guitarra. Lo que quería contar aquí es que, mal que bien, aparte del romance anónimo, en plena adolescencia conseguí interpretar Asturias a la guitarra, aunque debo confesar que en una versión propia de un amateur autodidacta que lo único que hacía era lo que podía, que no era gran cosa.
Por encima de juicios sobre la calidad buena o mala de mis interpretaciones (más bien mala, para qué engañarse), lo que quiero resaltar es el enorme atractivo que me produjo la guitarra y la obra clásica escrita o transcrita para el instrumento, hasta tal punto de que a una persona como yo, con una formación musical escasa y con las dificultades inherentes a un instrumento que, como he dicho ya, resulta muy difícil de tocar bien, dicho atractivo le haya animado a superar un montón de dificultades, y a atreverse a unas empresas de enjundia que, en otras circunstancias, no estarían al alcance de un modesto músico aficionado sin apenas formación.
Pero el embrujo de la guitarra no se terminaba con el disco single de Pedro Cuadra. Ni tampoco con el libro del barbudo, aunque justo es reconocer que lo único de dicho libro que guardaba relación con Tárrega era la portada. Porque, de hecho, el verdadero Tárrega aún estaba por descubrir.
No recuerdo a santo de qué, la cuestión es que por un casual conseguí relacionar la pieza del Romance Anónimo con otro gran guitarrista: Narciso Yepes, natural de Lorca (Murcia). ¿Era o no era Narciso Yepes el autor de la pieza que tanto nos fascinaba a los adolescentes de mi época y a miles y miles de personas en todo el mundo, o era una pieza anónima? Nunca lo supe hasta el mismo momento en que estaba escribiendo este artículo, y que en aras de completar mis recuerdos empecé a consultar en internet datos sobre la biografía y la obra de Narciso Yepes. Y así me encontré una grabación en audio de una entrevista que le hicieron algunos años antes de su muerte, ocurrida en 1997. Decía en la entrevista que el Romance Anónimo lo compuso él a la edad de siete años, como un obsequio a su madre por su cumpleaños. Pero que, ya en aquel tiempo, la pieza empezó a “rodar” entre los intérpretes de guitarra, de forma tal que acabó olvidándose su autoría y se quedó como “anónima”. Pero cuando se le encargó realizar la banda sonora de la película Juegos Prohibidos pensó que aquella pieza que compuso él de niño encajaba muy bien en una película basada en dos niños que sufren los efectos de la guerra. Sin embargo, habida cuenta de que la pieza era conocida cono anónima con anterioridad, tuvo la humildad de dejarla como tal.
No he conocido a Narciso Yepes más que a través de sus grabaciones discográficas, así como de una serie de programas emitidos por Televisión Española en vida del intérprete, en la cual este explicaba un montón de cosas que yo escuchaba con verdadera devoción, como por ejemplo lo de su famosa guitarra de diez cuerdas, las cuatro ultimas afinadas en do, si bemol, la bemol y sol bemol, y que no se pulsan sino que suenan por resonancia. Creo que es el momento de decir que en el siguiente disco que compré con piezas de guitarra, este ya un long play, el intérprete era Narciso Yepes. Y fue gracias a ese disco que me enteré de que el barbudo Francesc Tárrega daba mucho más de sí que para adornar la portada de un método básico. Porque el mencionado disco incluía tres piezas suyas: Recuerdos de la Alhambra, Capricho Árabe y la Gran Jota.
Narciso Yepes, Recuerdos de la Alhambra
Narciso Yepes, Concierto de Aranjuez
Si había alguna pieza que rivalizaba en romanticismo con el Romance Anónimo, esa era Recuerdos de la Alhambra. Además, el mecanismo del trémolo, que permite sostener una misma nota durante un tiempo prolongado a base de pulsarla varias veces con una frecuencia rápida, y que suena a lo largo de la pieza, me resultaba subyugante. Así que me esmeré lo que pude en conseguir ejecutar el trémolo y, de paso, interpretar los Recuerdos de la Alhambra, lo cual acabé consiguiéndolo de forma más o menos digna. Mucho tiempo después he conocido otras obras en las que también se utiliza el mismo recurso, la mayoría de ellas debidas al músico y guitarrista paraguayo Agustín Barrios Mangoré. Incluso me he encontrado una de factura irlandesa, dedicada al atentado de Omagh, cometido por una facción disidente del IRA contraria a los acuerdos de paz. Y debo reconocer que todas ellas rezuman romanticismo a más no poder.
Volviendo a Francesc Tárrega, tiene una dilatada obra que, de forma un tanto esquemática, puede dividirse en obras de fácil ejecución (dentro de un orden, por supuesto), como Adelita o Lágrima. Y otras más complicadas, como las citadas antes, la mayoría de ellas muy por encima de lo que jamás pude ejecutar. Eso sí: todas ellas románticas a más no poder, con los elementos necesarios para “enamorar” a un aficionado adolescente, que como resultaba que no acababa de enrollarse con la música de moda en su época, estaba más que predispuesto para enamorarse del Romance Anónimo, de los Recuerdos con trémolo o de lo que hiciera falta.
Francesc Tárrega, Adelita. (Por el guitarrista Rafael Aguirre)
Francisco Tárrega, Capricho Árabe. (Por el guitarrista Pepe Romero)
Pero los amores guitarrísticos no se acababan aquí: faltaba la música de Albéniz, el encanto sudamericano, sea de Brasil, de Argentina o de otros lugares, y muchos otros elementos. Lo único que añadiré es que yo también me atreví a hacer mis pinitos de compositor de piezas de guitarra, tanto o igual de románticas que las de Tárrega o que el Romance Anónimo pero, por supuesto, mucho más simplonas.
Cada instrumento musical tiene sus particularidades, y una de la guitarra es que pocos permiten una relación tan íntima con el intérprete como ella. Pero debido a que según avanzan los años la intensidad de los enamoramientos decrece, debo confesar que tengo a la guitarra bastante olvidada, lo que no quita que de vez en cuando intente con más o menos éxito interpretar alguna de las piezas que, abrazado a ella, me dieron a lo largo de mi vida tantas satisfacciones.