El pop triunfaba incluso en España, a pesar de que en los años sesenta todavía se estaba empezando a salir del aislamiento que tuvo su inicio en el triunfo del franquismo tras la Guerra Civil; un aislamiento debido tanto a factores externos, como por ejemplo el rechazo que inspiraba el régimen franquista en la mayoría de países democráticos tras el final de la Segunda Guerra Mundial y la victoria sobre el fascismo alemán, italiano y japonés, como también a razones internas, ya que el propio régimen, inspirado en la doctrina nacional católica, se mostraba reacio a las influencias externas por considerarlas perversas e inmorales, máxime en un momento histórico en el cual se estaba dando tanto en Europa como en Norteamérica una enorme liberalización de las costumbres, sobre todo en la juventud, a lo cual contribuían tanto la música pop como nuevas modas de vestir, de actuar en la sociedad y de entender la vida en general.
Era normal por ello que en España ocurrieran dos cosas: por una parte, que las influencias musicales venidas de otros países acabasen traspasando las fronteras, y por otra que el “pop español”, es decir, la música pop surgida en España y cantada en castellano, tuviera unas características propias.
Habrá a quien le sorprenda que, si bien en España conjuntos como Los Beatles tuvieron un éxito apoteósico al igual que en muchos otros países, para un sector nada despreciable de la sociedad no eran sino unos “melenudos” que no despertaban ninguna simpatía, sino al revés. Así fue que el que los jóvenes del sexo masculino se dejasen el pelo largo se convirtió en aquella época en el distintivo de una juventud si no rebelde, al menos disidente con las normas sociales que habían estado vigentes de forma inexorable; y que implicaban, por ejemplo, que el corte de pelo masculino estándar fuera casi de tipo soldadesco.
El barrio donde transcurrió mi niñez y adolescencia, en el cual estaba situado el citado club parroquial, tenía en aquella época fama de franquista, ya que constaba de una urbanización de varios cientos de viviendas de factura similar construidas bajo los auspicios de un organismo de la época llamado Obra Sindical del Hogar, perteneciente a los sindicatos franquistas. Aparte de tener un aspecto exterior un tanto cuartelero, y de estar diseñado con una planificación urbanística típica de regímenes autoritarios, ocurría que muchas de las viviendas estaban ocupadas por militares, guardias civiles, policías o funcionarios de los diversos organismos franquistas. Ello no era óbice para que también existieran familias de “perdedores” de la Guerra Civil, bien de ideología nacionalista vasca o izquierdista. Pero si ya ese tipo de personas estaba obligado a llevar una vida discreta, casi anónima, con miedo a destacarse en exceso por lo que fuera, en un barrio como el mío el temor era mayor si cabe. Mi familia pertenecía a este grupo, un grupo del cual alguien dijo que los que mas padecieron en el plano subjetivo la influencia de la derrota en la Guerra Civil no fueron las personas que vivieron en primera persona aquellos acontecimientos, sino la siguiente generación, los que nacieron y crecieron bajo el estigma de la derrota sufrida por sus progenitores, y que mamaron desde la cuna dicho sentimiento de derrota, nostalgia, resignación, e incluso de rencor y odio.
Barrio de San Ignacio en 1959, arquitectura franquista en Bilbao
Todos estos factores “demográficos” tenían su proyección en la composición del grupo de adolescentes que pululábamos por el club parroquial, y lo mismo en las preferencias musicales de unos y otros. Había quien se sentía identificado con los grupos pop de la más rancia chabacanería española, mientras que otros, los menos, dirigían sus preferencias a grupos extranjeros como los Beatles, de calidad superior. Incluso había quien, un tanto alejado de la explosión del pop, disfrutaba más con géneros melódicos y tradicionales, como por ejemplo el espléndido repertorio tradicional de canciones sudamericanas, al cual, por desgracia, creo que en España nunca se le ha prestado la atención que se merecía, por mucho que hayan existido notorias excepciones.
En ese contexto aparecí yo por el club parroquial, un empollón con la adolescencia recién estrenada, hijo de perdedores de la Guerra Civil, y con una cultura y unos gustos musicales bastante diferentes e incluso discrepantes con los de la mayoría del vulgo. Sabemos que una de las características más genuinas de la adolescencia es la necesidad de “integrarse” en una tribu determinada, lo cual tiene su reflejo en la forma de vestir, los gustos musicales y otras facetas. Para integrarse en una tribu un requisito sine qua non es quererse integrar. ¿Pero qué pasa si no quieres, o incluso si queriéndolo a medias te das cuenta de que nunca vas a ser capaz de compartir un montón de características de dicha tribu, como por ejemplo el tipo de música que les gusta a sus integrantes, y que a ti te parece en gran medida infumable? Pues lo que pasa es que vale, estarás en la tribu, pero no como un elemento bien integrado, sino como un outsider.
Ha dicho antes que la guitarra estaba de moda. No era yo, por tanto, el único poseedor de guitarra en aquel entorno. De hecho, los dos más conspicuos guitarristas de la tribu habían formado un dúo, de forma tal que uno de ellos hacía acompañamiento rítmico y punteos, y el otro el acompañamiento bajo. Hacían lo que podían, que no es que fuera poco, imitando los éxitos pop más genuinamente españoles. Incluso llegaron a componer una canción, que empezaba diciendo que “En un pueblo de Castilla había una joven bella”.
Para cuando empecé yo a hacer mis pinitos con el instrumento ellos dos, mayores que yo, ya llevaban a cuestas una cierta andadura guitarrística. No hace falta decir que jamás tuve el mínimo interés en integrarme en dicho grupo, ni tampoco creo que sus dos componentes tuvieron intención alguna de proponérmelo. Yo recorrí mi camino musical en solitario, tal y como he contado en el capítulo anterior, y ellos siguieron el suyo. No vamos a negar ahora que, aparte de los factores señalados, también mi propia forma de ser, en general introvertida, influyó de forma notoria en que me quedara al margen de determinados estilos y tendencias. Pero si había alguien allí que tuviera un carácter diametralmente opuesto al mío, ese era USLG, mi amigo del instituto que me introdujo en aquel ambiente. Él sí: aparte de tener guitarra propia, o al menos de propiedad familiar porque eran siete hermanos y hermanas, no le faltaban ganas de meterse en todas las salsas. Un día le propusieron que tocara al unísono del conspicuo dúo una canción de un conjunto de moda denominado Los Brincos, que a no dudar muchos lectores de cierta edad recordarán. La canción se llamaba Amiga mía, y tenia la particularidad de que le venía muy bien un sencillo acompañamiento de bajo a tocar con la sexta cuerda de la guitarra, la de sonido más grave. Constaba solo de tres notas, la, sol sostenido y sol natural, lo que en la práctica suponía empezar pulsando la sexta cuerda apoyando el dedo en el quinto traste, luego en el tercero, después en el cuarto y otra vez en el quinto.
Amiga mía, Los Brincos
Pero mi amigo USLG, aparte de otras cosas, era bastante tocapelotas. Y si antes le tocó las pelotas a mi padre interpretando en el piano de nuestra casa la melodía de un himno nazi, en esta ocasión no iba a ser menos. En lugar de empezar en el quinto traste, que era lo que le habían ordenado, deslizaba el dedo a lo largo de la cuerda desde el inicio, de forma tal que en lugar de dar un la claro y conciso obtenía una especie de glissando, es decir, de sucesión ascendente de sonidos desde el mi, que era la nota que daba la sexta cuerda al aire, hasta el la que era donde debía haber empezado.
El cabecilla del grupo, de profesión delineante, limpio, un tanto maniático, amante del orden como pocos y además no desprovisto de mal genio, empezó a ponerse nervioso. Se lo advirtió una vez, se lo dijo dos y se lo dijo tres, pero USLG seguía haciendo lo mismo. Y a una de estas ocurrió lo inevitable: deslizó el dedo más de la cuenta, rebasó el quinto traste y tuvo que retroceder. No recuerdo si en el resbalón llegó hasta el si natural o solo hasta el si bemol, ni tampoco si acabaron zurrándolo o no. Sí, por el contrario, que a USLG no le dejaron tocar más con ellos.
Así eran las cosas en la adolescencia. Supongo que cada uno ha tenido la suya propia, algunas con música y otras sin ella. Pero no cabe duda de que la música, aparte de otras cosas, sirve para que surjan un montón de anécdotas.