Hay a quien el paso de la niñez a la adolescencia le resulta sencillo, y hay a quien no. Quizás no es este el marco más adecuado para hablar de este tema, pero aún así debo decir que a mí no me pareció sencillo, ni mucho menos. ¿Por qué digo esto? Creo que la razón principal es que, al igual que me ha ocurrido en otras épocas posteriores de mi vida, e incluso en alguna anterior, mis relaciones sociales han sido discontinuas, plagadas de rupturas, de cambios radicales, de dejar atrás una etapa y pasar a otra distinta; con nuevos contextos, nuevas perspectivas, nuevos retos, nuevos estímulos… y nuevas personas.
Al contrario de quienes mantienen durante toda su vida el mismo grupo de amigos, y que jamás estarían dispuestos a mudarse de barrio precisamente por esa razón, yo he ido cambiando más de una vez; de amigos, de barrio y de muchas más cosas; como por ejemplo cuando, llegada la hora de pasar de la niñez a la adolescencia, dejé atrás para siempre la cuadrilla con la que jugaba a indios y vaqueros y con la cual no me volví a relacionar jamás, para iniciarme en unas actividades y en un ambiente que nada tenía que ver con lo anterior.
El ínclito USLG, ese que se ponía a tocar en el piano de mi casa un himno nazi con total desfachatez, tenía unas hermanas mayores que participaban en un club juvenil parroquial, y fue gracias a él y a sus ”contactos” que ambos pudimos hacernos socios de dicho club, en el cual, como no podía ser menos en los felices años sesenta, tuvimos un montón de experiencias entre las cuales las de tipo musical ocupaban un lugar preferente.
Iglesia San Ignacio de Loyola, Barrio de San Ignacio
No solo de música vive el hombre (ni la mujer, dicho sea de paso). Otra de las actividades desarrolladas por el grupo era el teatro. Pero como representar una obra requería una preparación y unos medios de los que no disponíamos, nos conformábamos con hacer teatro leído, actividad esta que se lleva a cabo colocando en un escenario una larga fila de mesas individuales, cada una de ellas provista de una bombilla. Cada mesa la ocupa uno de los personajes, cuya bombilla se enciende cuando le toque leer la parte correspondiente del texto, y mientras tanto las demás luces permanecen apagadas.
En los primeros años de mi estancia en el citado club, es decir, cuando yo era de los socios más jóvenes, la generación anterior era la que cortaba el bacalao como quien dice; teniendo en cuenta que, tratándose de adolescentes, un intervalo de cinco años poco más o menos constituye un auténtico cambio generacional. El presidente era el chico más guay del club, que como no podía ser de otra forma estaba enrollado con la chica más mona. Aparte de guay, debía de ser bastante intelectual, porque la obras que escogía para las representaciones leídas solían ser de Alejandro Casona, un autor asturiano que fue también maestro e inspector de educación, de simpatías republicanas a pesar de que, por fortuna, el régimen franquista no se ensañó demasiado con él, y gracias a ello pudo seguir desarrollando su actividad creativa después de la Guerra Civil.
Las obras de Alejandro Casona solían tener un éxito tremendo, y tal es así que, en un programa de la televisión de entonces, la que solo tenía un canal o a lo sumo dos, llamado “Estudio 1”, cada vez que se representaba una obra de Casona la audiencia estaba garantizada al cien por cien, al menos entre los tele espectadores con un cierto bagaje cultural. En las obras de Casona había de todo, aunque predominaban los idilios cargados de dramatismo, que solían ejercer en el público un impacto emocional nada despreciable.
Alejandro Casona
La dama del Alba de Alejandro Casona (Teatro Estudio 1)
No hace falta decir que, cada vez que en el club juvenil se “leía” una obra de Alejandro Casona, los papeles protagonistas los copaban el presidente guay y su amiguita, llevando a cabo de esta manera una especie de refuerzo virtual de un idilio romántico que ya existía en la vida real.
Pero el tiempo avanza de forma inexorable, y ocurrió que al antiguo presidente y a su querida novia les llegó la edad de abandonar el club; e incluso, según pude saber al cabo de un tiempo, de dar por finalizado su idilio juvenil. Otros presidentes le sucedieron, con otros intereses y con otra sensibilidad.
Dado que el teatro leído había sido una de las actividades del club más conspicuas, parecía razonable continuar con la misma. Pero a los socios que retomaron la dirección de la actividad teatral, que tanto éxito había tenido, Alejandro Casona les debió de parecer demasiado trascendente, y entonces se inclinaron por otro autor que poco o nada tenía que ver con él: Alfonso Paso, especialista en comedias de enredo plagadas de sal gruesa que, por lo general, eran un auténtico bodrio.
El tal Alfonso Paso debía de escribir comedias bodrio como rosquillas, por lo que los nuevos encargados teatrales del club tuvieron bastante donde elegir. Al final optaron por una titulada “La caza de la extranjera”, en la cual se manejaban unos cuantos tópicos muy en boga en aquella época, como por ejemplo que las mujeres españolas eran mucho más “estrechas” que las extranjeras que cada vez llegaban en mayor número a España como turistas; o que a los “machos ibéricos” se les abrían unas estupendas perspectivas con la oleada de turistas europeas femeninas que, al parecer, habían venido a España con un afán desmesurado por pasarse por la piedra a algún spanish lover local. Al final, aparecía la moralina, la cual venía más o menos a decir que, lo mismo que ocurre con el comer, donde mejor se folla es en casa propia.
Alfonso Paso
La Caza de la Extranjera, de Alfonso Paso
El argumento de la obra iba en consonancia con lo que acabo de contar: En plena temporada estival dos maridos madrileños se encontraban de “Rodríguez”, que es como se les llamaba antes a los maridos que se quedaban en la gran ciudad por exigencias de su jornada laboral, mientras que el resto de la familia se iba de veraneo a alguna localidad turística, por lo general de la costa. A una de estas los susodichos maridos, dispuestos a aprovechar su soltería temporal para echar alguna cana al aire, de golpe y porrazo se encuentran con dos imponentes “extranjeras” con ganas de marcha.
Pero las cosas no son como en un principio parecía: en lugar de tratarse de dos despreocupadas jóvenes que lo único que quieren es pasar unos buenos ratos a costa de los maridos “Rodríguez”, en realidad eran dos espías miembros de una organización secreta internacional, a causa de lo cual los pobres maridos se ven involucrados en un montón de vicisitudes de lo más azarosas.
Uno de los personajes más temibles de la trama era un tal Sid Hamet, un despiadado y peligroso terrorista árabe buscado por la policía internacional, pero que al final, después de una intensa refriega con tiroteo incluido, los “buenos” de la obra consiguen “abatirlo” (término que lo mismo se usa para terroristas que para jabalíes), tras lo cual, una vez pasado el susto, los maridos regresan compungidos al lado de sus legítimas esposas llenos de arrepentimiento por haberse metido en donde no debían.
El nuevo jefe de los ensayos, aparte de dirigirlos, era el encargado de repartir los personajes. Solo recuerdo que a mi amigo USLG le tocó el papel de espía bueno, y a mí el del perverso terrorista Sid Hamet, es decir, el papel más odioso de la obra por tratarse
del personaje más malvado y, por ende, más antipático.
No sé si es o no mera figuración, pero más de una vez a lo largo de mi vida he tenido la sensación de estar haciendo el Sid Hamet, y al igual que me ocurrió en aquella obra de teatro leído de mi adolescencia, no tanto de motu propio sino porque otras personas me hubieron encasquetado dicho papel en una u otra situación de la vida real. Bien es verdad que para ser Sid Hamet, aunque sea en la ficción, no vale cualquiera, de la misma manera que también es cierto que hay personas, por regla general bastante seductoras, que saben como nadie eludir el papel de Sid Hamet sea cual fuere la situación planteada.
A lo mejor esto también tiene que ver la antipatía que siento por las personas demasiado seductoras, entre otras cosas porque siempre he pensado que a un imbécil nunca se le puede convencer de nada, sino solo seducir; y además porque el papel de seductor de imbéciles lo considero empalagoso y asfixiante. En lugar de intentar seducir, soy más proclive a utilizar argumentos “serios” que, por desgracia, de poco o nada sirven cuando la gente, sea imbécil o no, casi nunca tiene ganas de elucubrar sobre cosas cuya comprensión requiera un complejo esfuerzo mental. Casi todo el mundo prefiere ser seducido siempre y cuando por efecto de dicha seducción no se comprometa su estatus quo, su seguridad, y los privilegios, grandes o pequeños, que hasta el momento hayan podido disfrutar.
Pero aún peor que negarse a seducir a los demás es no dejarse seducir nunca por nada o nadie, es decir, ir a la contra de lo que los demás piensan, sienten o comparten. No me dejé seducir, tal y como a lo largo de este trabajo se menciona más de una vez, por el encanto de la música de moda que, entre otras cosas, servía para que los adolescentes de ambos sexos vivieran una especie de comunión seudorreligiosa, de la misma forma que también me he mantenido al margen de otro tipo de comuniones cuyas características exceden lo que aquí se quiere contar.
Pero cuando te niegas por principio a seducir a nadie, y a que te seduzcan con aquello que ha seducido ya a quienes se encuentran a tu lado, poco a poco las diferencias con el resto se van acentuando; hasta el punto de que, cuando las cosas se ponen feas, es decir, cuando algún conflicto se agudiza, a ti te acaban atribuyendo el papel de Sid Hamet sin remisión.