Mis progresos con la guitarra iban bastante rápidos, al igual que iba transcurriendo mi vida cuando era joven. Pero a partir de cierto momento la guitarra se convirtió en lo que podríamos llamar mi vida antisocial, es decir, la parte de mi existencia en la cual no me relacionaba con nadir más que conmigo mismo, eso sí, a través de la guitarra.
Antes he hablado de determinadas piezas del género que podríamos llamar guitarra clásica que conseguí aprender más o menos bien. Algunas más fáciles, otras más dificultosas. Pero lo mismo con unas que con otras, el aprendizaje llevaba un esfuerzo que se traducía en largas horas de ensayo en solitario, tanto en lo referente a la técnica del instrumento como en la lectura de las respectivas partituras, que casi me resultaba más ardua por mi falta de preparación.
Esto último puede parecer contradictorio con lo que he afirmado en otros capítulos, es decir, que en aquella época la guitarra era un elemento de primer orden para socializar. Tanto una cosa como la otra son verdad. y prueba de ello era que en el citado club siempre encontrabas a alguien que se había tomado la molestia de traer la guitarra de casa para hacer ambiente. Otra cosa diferente era si las guitarras podían pasar de mano en mano con absoluta promiscuidad o, por el contrario, eran más “exclusivas”. Me inclino por esta última posibilidad, aunque no puede decirse que yo fuera de los más cicateros.
De hecho, eran guitarras baratas, unas más deterioradas que otras, en especial aquellas que, tocándose con púa, habían terminado por tener la parte frontal de la caja totalmente rayada, lo cual no era mi caso porque yo jamás utilicé una púa para dichos menesteres.
Pero no todos socializábamos con las guitarras de la misma forma, a pesar de que todas las guitarras que pululaban por allí eran bastante similares. Unos inventaban canciones, como la del pueblo de Castilla donde había una joven bella. Otras inventaban poesías para que alguien las pusiera música. Muchos pergeñaban versiones de los éxitos del pop, español o foráneo, que se cantaban en corrillo. Yo no hacía nada de eso, y todavía no estoy seguro de por qué. Lo único que puedo recordar con más o menos exactitud es que con las canciones de moda no conectaba.
¿Qué hacía entonces? Unas veces estar callado. Otras, tocar las piezas clásicas que había estudiado en soledad con mi guitarra. Y otras, dedicarme a géneros de canción que, por diversas razones, podrían tomarse como lo diametralmente opuesto a las canciones de moda.
Por ejemplo: En un festival que se organizó en el club, donde cada participante debía mostrar sus habilidades, yo me atreví a cantar una canción compuesta por mí, que venía a decir algo así:
Caminando, caminando
por la salvaje pradera
los apaches me cortaron
mi tupida cabellera.
Mi mujer al encontrarme
y no verme un solo pelo
me dijo muy asustada:
¡Te pareces al abuelo!
Es posible que el recurrir al humor sea cosa de los tímidos. Cuando canté aquello todavía no me desenvolvía con el género clásico guitarrístico. Además, era un pésimo cantor, y yo creo que si me lancé a semejante cosa lo hice como prueba para vencer mi timidez. Hasta ahí bien, pero: ¿Por qué no escogí otro tipo de canción, que pudiera resultar más atractiva para el auditorio? Ahí las razones son más complejas. Y prueba de ello es que, aparte de semejante copla, también conté el mismo día una habanera que solía oír a mi padre, que venía a decir que cuando salí de La Habana en mi barco a Camagüey, una negrita muy sana se me sentó en el carel.
La letra incluso resultaba provocativa para un club parroquial. Pero ocurría que, aparte de vencer la timidez, también quería provocar, debido a que, ante tamaña divergencia afectivo-musical, me sentía mal. Transcurrido más de medio siglo después de que aquello ocurriera, no nos parece nada de particular que un adolescente no demasiado ben adaptado en un entorno quiera provocar. Acaso lo singular es que, para provocar, se valiera de la música.
Las categorías musicales, al igual que las clases sociales, las ideologías políticas, las religiones y demás, eran mucho más rígidas que en la actualidad. Todavía no nos habíamos convertido en una sociedad líquida, o gaseosa, quien sabe. Tampoco estaban de moda las denominadas fussion musicales, que mezclan jazz con flamenco, pop con rock o música folklórica con blues. Cada estilo era el que era, y punto.
En una de las versiones del programa de variedades que la televisión española ofrecía la noche de los sábados, los presentadores, Laura Valenzuela y Joaquín Prat, cantaban una especie de musiquilla de sintonía, lo que en inglés creo que se denomina jingle, para anunciar cada una de las partes del programa, por ejemplo canción contemporánea, número de baile, etc. Uno de los jingle venía a decir los siguiente: “Vamos a españolear”.
Españolear quería decir flamenco, o al menos relacionado con Andalucía. Podía tratarse de cantantes masculinos, como Manolo Escobar, Peret o el Príncipe Gitano, “especialista” en versiones españolas de éxitos anglosajones como In the ghetto de Elvis Presley, o Delilah, de Tom Jones. O bien podía ser alguna de la pléyade de “folclóricas” de aquella época, como Conchita Márquez Piquer, Carmen Sevilla, Lola Flores o quien fuera. Durante el franquismo, no estoy seguro del por qué, parecía haber un interés especial por identificar lo español con lo flamenco o andaluz obviando cualquier otra expresión musical, no solo de las “traidoras” Catalunya o el País Vasco, sino incluso de otros territorios que podían ser tan españoles como cualquiera, como por ejemplo Galicia, tierra natal del Caudillo Franco, sin in más lejos.
Era comprensible por ello que la música “española” se viera como la antítesis del pop o del rock, entonces sinónimos de modernidad, o al menos de estar “in”. Es decir: un tanto casposa. Y a lo mejor por esa razón ese género musical se convirtió en un arma provocativa en mis manos frente a ese grupo con el cual no acababa de sincronizar.
Otro programa estrella de la televisión, este no musical, era el llamado “Esta es su vida”, en el cual el presentador, el periodista Federico Gallo, daba un exhaustivo repaso a las vicisitudes del o de la protagonista correspondiente, siempre alguna persona con una dilatada experiencia a lo largo de los años. Con la persona homenajeada presente en el programa, se iban desgranando diversas escenas de su pasado, bien mediante referencias audiovisuales o incluso con la presencia física de personas relevantes en su biografía. Una de las series de programas se dedicó a la “folclórica” Estrellita de Castro, la cual, ya por los años sesenta, era una figura “crepuscular”
Estrellita Castro - Mi Jaca (con letra - lyrics video)
Y allí aparecía nuestra Estrellita, con sus sesenta años a cuestas y con el clásico rizo de pelo en espiral en la frente, hablando de esto y de lo otro. Ni qué decir que a los jóvenes esto les parecía el colmo de lo casposo, o de lo camp, como entonces se decía, en una época en la cual era tal el grado de aculturación con respecto al idioma inglés que hasta a las panaderías se les ponía a veces nombre utilizando el genitivo sajón.
A la mayoría de los jóvenes sí: a mí no. Yo en el programa de Estrellita de Castro descubrí un auténtico filón para provocar. En otro festival para lucir las habilidades propias que se organizó en el club, con el auxilio de otros dos o tres compañeros me inventé una versión grotesca del programa televisivo de marras, en la cual el entrevistador pasaba repaso a la vida de un supuesto “folclórico” llamado Estrellito de Coria (Coria es una localidad de la provincia de Sevilla), papel que interpretaba yo mismo. Los momentos estelares del programa eran, por una parte, el rememorar una supuesta película que había protagonizado en la cual representaba el papel de un sacerdote, para lo cual no tuve reparo en pedirle la cura “consiliario” del club que me prestase una sotana. Y así, ataviado con la sotana del cura, bailé un zapateado flamenco en el escenario; porque, como puede suponerse, la película iba de folclorismo flamenco.
El otro momento estelar se refería a una canción que en aquella época había gozado de un éxito espectacular, titulada “El toro y la luna”, que hablaba de un toro que todas las noches se acercaba al agua para ver el reflejo de la luna, pasándose la noche entera mirándola porque estaba enamorado de ella. De forma análoga, el susodicho Estrellito había cosechado un gran éxito con otra canción similar, titulada “La vaca y el toro”. Lo gracioso era que, entre las personas invitadas al programa, aparecía nada menos que la vaca, la cual encarnaba un amigo de respetable tamaño y volumen, ataviado con unos cuernos de cartón y con un par de globos sujetos en posición pectoral por debajo del jersey que en lugar de estas rellenos de aire lo estaban de agua, con lo cual al andar se balanceaban ostensiblemente.
Seria injusto decir que en mi club de la adolescencia fuera un inadaptado. Injusto porque, mal que bien, muchas de las amistades me apreciaban. Y si bien podían admitir que yo era un tanto heterodoxo, ello no quería decir ni mucho menos que estuviera marginado. Mis habilidades con la guitarra clásica eran admiradas y reconocidas, lo mismo que mi cultura “enciclopédica” de la cual he hablado ya en el capítulo dedicado a mi vecina Begoñita. Y mis salidas de tono provocaban la hilaridad y la diversión del auditorio.
Aun así, yo seguía provocando. Mientras tanto, el pop proporcionaba a los más conspicuos alegrías y tristezas. Una de estas fue el anuncio de disolución del conjunto Los Beatles, los cuales, si no me equivoco, sacaron la canción Let it be como su última aportación en grupo. Aquello supuso una conmoción para más de uno o una, tal es así que Let it be pasó a ser no solo una canción, sino la expresión de un estado emocional. Pero yo, insensible ante la trágica noticia de que los Beatles iban a separarse, seguía en mis trece, y llamaba a la canción delante de los demás “Let it be” pronunciado tal y cono se hace en castellano, en lugar de “Let it bi” como corresponde a la pronunciación inglesa.
The Beatles - Let It Be
Muchas veces he recordado en mi vida esta pequeña anécdota, porque, en realidad, pronunciar “Let it be” en lugar de “Let it bi” suponía rechazar el código de la adolescencia vigente.
Bastantes años después de que ocurriera todo aquello, por encargo de un grupo de aprendizaje del inglés en el que estaba inscrito como alumno me encargaron la lectura de una novela titulada Therapy, de un autor llamado David Lodge. Se trataba de una obra autobiográfica en la cual el autor rememora su adolescencia en un barrio del este de Londres, y su acercamiento a un club juvenil católico no por compartir dichos sentimientos religiosos, sino por el enorme atractivo que le ejercía una joven de ascendencia irlandesa llamada Maureen, cuyas generosas tetas suponían para el protagonista un obsesivo objeto de deseo. Sin embargo, al final ocurrió lo inevitable: fue expulsado del club por no compartir las convicciones religiosas vigentes.
Tras unos años de convivencia en mi club parroquial, al final de un verano un tanto azaroso llegué a la conclusión de que el entramado de la religión católica, incluyendo el infierno que quizás era lo más importante, carecía de sentido para mí. Así que acabo pasándome algo parecido a David Lodge: al final me expulsaron del club por razones análogas.
Ello supuso el inicio del fin de mi adolescencia de club. Los amigos seguían estando ahí, porque éramos vecinos del mismo barrio. Pero ya las cosas nunca fueron como antes. Poco a poco, nos fuimos haciendo adultos. Unos siguieron residiendo en el mismo barrio, y aún más, casándose entre ellos. Yo no hice ni una cosa ni la otra, con lo cual, una vez más, dejé en la estacada una etapa de mi vida para empezar otra diferente, acaso no tan radical como cuando dejé atrás mi época de niño, pero casi.