Supongo que lo de llamar copernicano a un giro tendrá que ver con la tierra, los planetas o con algún que otro astro sideral. En mi caso se refiere a que en un momento determinado, cuando apenas había cumplido veinte años, decidí dar a mi vida un giro espectacular: abandoné la carrera de ingeniería en la mitad y me matriculé en la Escuela de Magisterio, dejando así de lado las expectativas de convertirme en un probo ingeniero bilbaíno hincha del Athletic, que en un futuro no demasiado lejano podría haber acabado casándose en la basílica de la Amatxo de Begoña con una chica de buena familia que hubiera estudiado la carrera de piano al menos hasta el cuarto curso.
Es lamentable que, a pesar de ser hijo de maestros, cuando comenté en casa la decisión que había tomado el disgusto de estos fue tremendo, lo que me valió una larga temporada en la cual apenas si cruzábamos palabra, más trágica si cabe porque en aquella temporada mi hermana estaba en Londres con la inefable pretensión de aprender inglés, razón por la cual en casa convivíamos solo mis padres y yo.
No es el momento de explicar las cosas que en aquella época me pasaron por la cabeza. Solo mencionaré que el haber iniciado una carrera con algunos años más que la mayoría del resto de colegas, y por consiguiente con un bagaje de experiencias superior, me daba cierta ventaja. Pero sin pretender alardear de algo que, a lo mejor, ni siquiera es cierto, al menos puedo afirmar que mi preparación matemática, tras tres años en la Escuela de Ingeniería, era más que notable, y por otra parte que mis dotes musicales, cultivadas estas de forma autodidacta, supusieron también una ayuda inestimable, habida cuenta de que la música formaba parte en la Escuela de Magisterio del programa de estudios obligatorio.
Hay algunas disciplinas, como por ejemplo la música o la educación física, que tienen mucho más que ver con las capacidades básicas de la persona que con un bagaje de conocimientos aprendidos de manera más o menos memorística. Ello implica por una parte que las diferencias de competencia entre una y otra persona pueden ser notables, en función de su constitución física, su autoestima o su audacia para acometer tareas nuevas.
Implica también que el mejorar un nivel de competencia que se tenga a veces puede implicar un esfuerzo enorme, a la par que penoso. En un capítulo anterior, referido a mi niñez, hablaba de tres aparatos que en la clase de educación física podían resultar temibles: el potro, al caballo y al plinto. Si bien en mis primeros años de bachillerato apenas me atrevía con ellos, al llegar a la adolescencia y desarrollar más mi cuerpo fui capaz de enfrentarme con éxito tanto a uno como a otro, lo que no quitaba que otros compañeros, incluso adultos, bien por obesidad o por otros motivos diversos, siguieran sintiéndose aterrorizados ante la tesitura de tener que realizar una suerte de vuelo planeado para superar semejantes obstáculos.
Con la música pasaba algo parecido: había quien se arreglaba de maravilla para cantar, bailar o lo que se terciara, mientras que otros, por el contrario, no daban pie con bolo ni con una cosa ni con la otra.
La profesora de música de la Escuela de Magisterio era una mujer ya madura, carismática, con aspecto de haber sido desde siempre una mujer de tronío, de esas a las que, con mayor o menor justificación, suele atribuírseles un pasado tormentoso. Ocultaré su nombre por prudencia, aunque sí comentaré algunas cosas de su personalidad: diría que pertenece a esa clase de músicos que podríamos calificar de despóticos, es decir, los que son capaces de hacer perder la vocación musical de unos y unas, o de hacer pasárselas canutas a otros y otras, como por ejemplo a quienes, habiendo iniciado sus estudios de magisterio con el noble propósito de convertirse en probos enseñantes el día de mañana, no exhiben unas dotes especiales para la música.
Una anécdota que se contaba de ella, puede que apócrifa porque solo la conozco de oídas, es que ordenó a cierto alumno un tanto desvergonzado que solfeara; y este, con ánimo de hacerse el gracioso, le preguntó que con qué mano, la derecha o la izquierda.
La respuesta no pudo ser más déspota: si quiere, puede solfear usted con la de en medio. No sé si hay muchos músicos de este tipo o no. Uno de los más conspicuos, aun tratándose de un personaje de ficción, apareció en una excelente película de hace algunos años, creo que de 2004, titulada Whiplash. Se trataba de un profesor de percusión en un conservatorio norteamericano de nivel superior en el que se trabajaba el jazz. Mereció tres óscar y otras dos nominaciones, entre otros el de mejor actor de reparto para J. K. Simmons, que encarnaba el rol de profesor déspota.
WHIPLASH - Tráiler oficial en ESPAÑOL | Sony Pictures España
El instrumento por antonomasia de la carrera de Magisterio era la flauta dulce afinada en do. No sé si la razón de ello es que, al menos en teoría, es fácil de tocar, o que cuesta muy poco dinero. Ese era el instrumento que los estudiantes de magisterio teníamos que dominar al menos hasta cierto nivel, y es también el instrumento que, casi siempre en sus versiones de peor calidad y menor precio, compran los alumnos y alumnas de Educación Primaria porque se supone que lo van a utilizar en la clase de música. Sin embargo, nunca he sabido por qué ocurre que lo único que llegan a tocar, más mal que bien, es el himno de la alegría de Beethoven. Y para de contar.
Para cuando ingresé en la Escuela de Magisterio yo ya dominaba bastante la flauta dulce, pues incluso me había aprendido, bien está decir que a mi manera, el primero y el segundo movimientos de la Sonata en mi bemol mayor para flauta y clavicémbalo de J. S. Bach (BWV 1031), lo cual de una idea de la ventaja con que iniciaba mis estudios magisteriles. Reconozco que lo pude hacer gracias a mi hermana, una pianista consumada, que me acompañaba con la versión de teclado.
Dejan Gavric -J.S.BACH Sonata in E flat Major BWV 1031
En otro capítulo anterior he comentado que, entre mis primeros instrumentos musicales, aparte de la cuerda tensada a la que podía modificarse su longitud de vibración, estaban también el piano, la guitarra y la flauta. Las primeras flautas las compraba en la
caramelera, aunque pronto siguieron otras no tan elementales, como por ejemplo una metálica de seis agujeros, marca Hohner. Y al cabo de poco tiempo otra Hohner, pero de madera, el mismo modelo que se usa en las escuelas de Primaria, esta de ocho agujeros.
En un concierto para piano y trompeta que escuché hace poco tiempo, el artista explicó que la flauta y la trompeta, aparte de la percusión, eran los primeros instrumentos de los que se valió la Humanidad. Y desde luego los primeros instrumentos cromáticos, lo cual quiere decir que en las primitivas civilizaciones pueden encontrarse multitud de prototipos de flauta, tanto como de instrumentos de percusión, y por tanto que el interés por la flauta vaya ligado al que se tenga por los diferentes pueblos y civilizaciones, algunos además muy significativos en cuanto a su tipo de música.
Los vascos tenemos nuestra propia flauta, el txistu. Los irlandeses tienen sus flajolet de seis agujeros. Los pueblos andinos tienen la quena y el siku, que es la flauta formada por una serie de tubos de distintas longitudes y que cada uno da una nota diferente. En el capitulo anterior me he referido a la música sudamericana, sobre todo a la que tenía un carácter reivindicativo. Pero no debe olvidarse que, aparte de cantautores
más o menos izquierdistas armados de sus respectivas guitarras, la música sudamericana para instrumentos autóctonos de viento también tenía una importante presencia en nuestro mundo musical de los años setenta del siglo XX. Así fue que, aparte de las flautas “europeas” en sus distintas versiones, en una época determinada me animé con la quena, bastante difícil en un principio para conseguir obtener de ella un sonido claro, pero que, poco a poco, en aquellos años fui capaz de dominar hasta cierto punto. Lamento decir que hoy la tengo bastante olvidada y que he perdido mucha práctica, porque uno no tiene tiempo de dedicarse a tantas cosas a la vez.
Quena
Aparte de la presencia de la música en el programa oficial de estudios, el ambiente que se respiraba en la Escuela de Magisterio era más propicio para socializar que el de la Escuela de Ingenieros, no solo porque el reparto de alumnado por sexos estaba mucho más equilibrado, sino porque su mentalidad, haciendo las salvedades que se quiera, era mucho más “humana”, más proclive a la relación de amistad y a compaginar estudio y ocio con mas “filosofía”. De ahí que mis actividades musicales en el paso por dicho centro educativo no se limitaran a tocar la flauta dulce con la carismática profesora de música que aterrorizaba a aquellos y aquellas poco dotados para dicha disciplina, sino que fueron muchos y muy gratificantes los momentos que pasamos cantando, bailando o lo que fuera acompañados de los respectivos instrumentos que teníamos a mano.
Guardo un especial recuerdo de aquella época para un compañero de primer curso que vivía en un barrio próximo a la Escuela. Un tal Alejandro Angulo, en principio tan desconocido para mí como para todo el mundo. Sabemos que hay personas que desde muy jóvenes demuestran un enorme interés por alguna actividad determinada, que además acaban cultivando durante el resto de su vida, llegando muchas veces a convertirse en alguien importante dentro de dicho campo. Alejandro, que enseguida nos dijo que podíamos llamarle Alex, era uno de ellos. No sé como ni desde cuando formaba parte de un grupo teatral, un grupo llamado Cómicos de la Legua, en recuerdo de las
compañías ambulantes de otras épocas, que lo mismo hacía representaciones teatrales que recitales de poesía. Además, otro compañero de estudios, pero de otro grupo distinto, también formaba parte de dicho grupo. Solían acompañar las representaciones con música en vivo. Pero resultó que uno de los dedicados a dicho menester causó baja en el grupo, y Alex me propuso incorporarme como acordeonista y flautista, y también para salir al escenario cuando el guion de la respectiva obra requiriese la presencia de mucho personal. Así fue como me convertí por un tiempo en músico ambulante de teatro.
Álex Angulo, una carrera de cine
Siempre me pareció que Alex, aparte de su afición e interés, tenía unas cualidades maravillosas para ser un buen actor: la voz, la expresividad corporal y facial… lo que se quiera. Creo que, al menos desde que lo conocí, con poco más de dieciocho años, era ya un actor estupendo. Pero para llevar un grupo teatral, sobre todo si es un grupo “experimental”, es decir, que crea sus propias obras dándoles un enfoque innovador, hace falta algo más que buenos actores: hace falta alguien que sepa mucho, y que tenga las ideas claras. El verdadero cerebro artístico del grupo era un tal José Ramón. Quizás no era en aquella época tan buen actor como Alex, pero su cultura teatral y artística en general, así como su capacidad creativa para diálogos, escenas, situaciones o lo que fuera, era muy superior a la que podíamos tener cualquiera de nosotros. José Ramón, al final, acabó dejando de lado su primer nombre y quedándose con Ramón, que es como se le conoce en la actualidad, Ramón Barea.
Durante un par de años acompañé a los Cómicos de la Legua en multitud de ensayos y de desplazamientos en una furgoneta Mercedes viejísima, actuando como músico en dos obras que tenían en cartel: la “Fabulilla con burro”, dedicada al público infantil, en la cual se explicaba el surgimiento de la división de la sociedad en clases sociales y la explotación de unos seres humanos por otros; y otra obra para adultos
llamada “Crónicas del Doctor Z”, el la cual se deba una visión de la realidad sociopolítica más acorde con la mentalidad adulta; una obra, dicho sea de paso, que había que darla de forma semi clandestina porque la censura franquista, a la cual se le había presentado el texto como era preceptivo, lo había degollado por completo.
Guardo un entrañable recuerdo de los dos años en los que participé con mis humildes capacidades como músico con el grupo de Cómicos de la Legua. Pero llegó un momento en que nuestros caminos se separaron. Yo tenía que cumplir el servicio militar, obligación que había estado retrasando hasta terminar mis estudios de magisterio e incluso haber trabajado un curso entero como maestro interino. Alex y Ramón por su
parte, junto a algunos otros, decidieron dar el salto al profesionalismo.
Hace poco tiempo me encontré con Ramón a raíz de que acudí a una representación teatral en el denominado Pabellón 6, situado en la Ribera de Deustu, un espacio cultural del cual Ramón Barea es uno de sus inspiradores. Se trataba de una obra a dúo, con una pareja de jóvenes actores. La chica, antigua alumna mía en un grupo escolar de tercero de primaria, me pareció que había cuajado una actuación estupenda.
Pero eso pertenece ya a otra fase de mi vida.
Ramón Barea - Pabellón 6