Hay acordeones de varios tipos: las diatónicas, como por ejemplo la trikitixa o el bandoneón, de profunda raigambre vasca una y argentina el otro pero de origen italiano y alemán respectivamente, en las cuales se emite una nota diferente según se abra o se cierre el fuelle; y luego están las de tipo cromático, unas con teclado similar al del piano para la mano derecha, y otras con botones a ambos lados, que emiten la misma nota en los dos sentidos. Es posible que sean las cromáticas con teclado a la derecha las más fáciles para ejercitarse con ellas, aunque cualquiera sabe.
Una de este último tipo apareció una vez por mi casa en calidad de préstamo de una de la amigas de mi hermana. Era de prever que pocos juguetes despertasen tanto interés como un instrumento musical a una pareja de aficionados. Y el acordeón no fue ninguna excepción.
Es posible que a un profano el acordeón le parezca un instrumento muy complejo. Y probablemente así sea. Pero para alguien que, mal que bien, con anterioridad ha aprendido un poco de piano y de guitarra, no le supone un gran esfuerzo darse cuenta de que las filas diagonales de botones de la mano izquierda corresponden, entre otros, a los acordes mayor, menor y séptima de cada tonalidad, lo que viene a significar que un acordeón es una especie de combinación de los dos instrumentos citados. Una vez descubierto ese gran secreto, solo faltaba ejercitarse, lo cual, nos guste o no, solo se consigue a base de perseverancia. Pero como el préstamo era más bien a largo plazo, tanto mi hermana como yo tuvimos tiempo de adquirir una cierta destreza.
Era cuestión de tiempo que acabásemos teniendo una para nosotros. De eso se encargó una hermana de mi madre, viuda sin hijos y con mi hermana y yo como únicos sobrinos, que primero me compró una segunda guitarra que aún conservo, una Alhambra preciosa, y poco tiempo después un acordeón de marca Royal Standard fabricada en la Alemania del Este, que aunque está ya bastante cascada todavía resiste.
Una característica del acordeón era que permitía con relativa facilidad reproducir canciones combinando melodía y acompañamiento. Más o menos lo mismo que el piano, pero con dos ventajas indudables sobre este: que los acordes de acompañamiento te venían dados, y que podías utilizarla en la calle al aire libre o en locales cerrados donde
no hubiese piano; los cuales en nuestro país, al contrario que en otros, son mayoría abrumadora. Además, el acordeón te permitía reproducir con facilidad canciones tradicionales como valses, tangos, habaneras, rancheras mejicanas, zortzikos… es decir, las que suelen cantarse en sobremesas aparte de ser las que más me gustaban, lo cual
proporcionaba al acordeón un potencial encomiable.
Por ello el acordeón se convirtió pronto en el principal instrumento social en mi juventud, y me atrevería a afirmar que a mi hermana le pasó lo mismo. El acordeón es el instrumento que está ligado a más recuerdos de pasadas vivencias mías. Algunas de ellas las comento en otros capítulos, por ejemplo el papel que jugó el acordeón en mi trabajo como maestro de escuela, o mi participación como músico de acompañamiento en el grupo de teatro Cómicos de la Legua.
Pero hay muchas más: Aprovechando la fiesta patronal de San José de Calasanz, que se celebra a finales de noviembre, un grupo de compañeros del último curso de la Escuela de Magisterio nos dirigimos a Zierbena a pasar el día, cada uno con su correspondiente bocadillo porque el presupuesto no daba para más. El tiempo era triste a
más no poder, y el mar estaba tremendo de marejada.
El aquella época, creo que a finales de 1974, Zierbena era muy diferente a lo que es ahora: no era más que un pequeño puerto pesquero con un muelle sencillo, similar al que podría encontrarse en cualquier otra pequeña localidad costera cantábrica.
Armado de una encomiable determinación musical, me llevé un pequeño acordeón, este también de préstamo, metido en una mochila montañera. Después de entretenernos viendo el mar embravecido mientras dábamos el consabido paseo desde la estación del tren de Santurtzi hasta el pueblo de Zierbena, no se me ocurrió otra cosa que
dar rienda suelta a mi universo onírico y sentarme en el poyo de la parte interior del malecón, sacar el acordeón y ponerme a tocar habaneras, mientras que cada cierto tiempo alguna ola sobrepasaba la altura del malecón y caía por el lado opuesto.
De hecho, tuve suerte por partida doble: en primer lugar porque ninguna de las olas vino a caer justo en el lugar donde me encontraba yo, y en segundo porque muy pocas veces, por no decir ninguna, he tenido ocasión de disfrutar de un escenario tan maravilloso para tocar habaneras como el muelle de un pequeño y bello puerto pesquero en un día en que el mar se deja sentir en todo su esplendor.
No recuerdo dónde tomamos el bocadillo. Creo que lo hicimos ya de regreso a Santurtzi, en uno de esos merenderos que proliferaban entonces en los que fuera de temporada te permitían sacar lo que llevabas de comida siempre que encargases las bebidas. Aparte de bebidas, también saqué el acordeón. Y en agradecimiento, acabaron convidándonos a los cafés.
No hace mucho que ha fallecido, con más de noventa años a cuestas, José Lejarraga “Petiso”, un auténtico showman de los de siempre, actor, cantante, locutor, animador, chiquitero por antonomasia, y qué sé yo cuántas cosas más. Dicen las crónicas que vivía en Algorta, aunque por lo que sé al menos durante un tiempo vivió en Berango, mi pueblo. Lo que no quita que, tanto él como yo, nos considerásemos bilbaínos de toda la vida.
En una época ya lejana, un grupo de personas de Berango salíamos dos veces al año, en Navidad y en Santa Águeda, a primeros de febrero, a recorrer el pueblo cantando y a pedir dinero para ayudar a las familias de presos vascos, la mayoría de ellos en cárceles muy alejadas, como por ejemplo Herrera de la Mancha, en la provincia de Ciudad Real, o Puerto de Santa María, en Cádiz. Berango no es un municipio pequeño en extensión, y la mayor parte de su territorio está ocupado por casas diseminadas, unas caseríos, otras edificaciones unifamiliares son solera, y más recientemente por chalets en su mayoría. Es por ello que el recorrido, por la época del año siempre de noche, aparte de largo era complicado, pues había que meterse por un montón de caminos vecinales y estradas, a veces incluso mal iluminados. Además, en algunas de las casas más alejadas la llegada del grupo se recibía con gran alegría, razón por la cual no se podía dejar de hacerles la consabida visita aunque ello supusiera andar un buen rato extra. Este enorme esfuerzo traía como consecuencia que algunos años no fuera posible completar en recorrido en un solo día, y había que salir en dos. Unas veces con frío, otras con lluvia, y otras con ambas cosas. Las canciones eran las consabidas: Villancicos en euskara por Navidad, y una de las versiones de Agate Deuna en febrero. El circuito de Navidad contaba con la ventaja de que al final te esperaba la cena en casa; lo que, siendo yo mucho más joven, todavía me ilusionaba en cierta medida. La de Santa Águeda resultaba más dura, porque después de terminar muy tarde, incluso lleno de barro, al día siguiente había que ir a trabajar.
José Lejarraga, “Petiso”
Mi papel era acompañar con el acordeón las canciones. Pero antes, como es lógico, había que ensayar. Y el buen Petiso nos ayudaba en los ensayos con su experiencia musical, dicho sea de paso bastante mayor que la mía.
Llevar el acordeón durante varios kilómetros, cuesta arriba y cuesta abajo, era una tarea dura. Por fortuna, había un colega que siempre se prestaba a cogérmela en los desplazamientos de un punto a otro. Se llamaba Iñaki Aginaga, Por desgracia, falleció muy joven en accidente laboral, dejando familia. Uno de sus hijos, Ibai, ha permanecido preso durante veinte años hasta 2022. Leí en el periódico El Mundo que “bandas de radicales” le habían organizado un homenaje cuando salió, lanzando vítores y cohetes.
Hace mucho que ocurrió aquello. Creo que llegué a conocer a Ibai cuando no era más que un niño pequeño y aún vivía su padre. Quizás a los periodistas de El Mundo les habría parecido nuestro grupo de cantantes con acordeón una “banda radical”. Sea como sea, lo de utilizar la palabra radical para denominar de forma peyorativa a determinados grupos de la sociedad vasca siempre me ha parecido chocante, porque radical quiere decir ir a la raíz de las cosas; lo cual es bueno sin duda, habida cuenta además de la superficialidad reinante en esta sociedad postmoderna.
No sé si nuestro grupo era más o menos “radical”. Al menos, siempre he pensado que ayudar de alguna forma a quienes están en la cárcel y a sus familias es una acción encomiable, entre otras razones porque redimir al cautivo es una de las obras de misericordia.
En el año 1986 se llevó a cabo un referéndum para decidir la entrada del Estado Español en la OTAN. El gobierno, presidido por el socialista Felipe González, empezó diciendo que de entrada no, para acabar dando una ciaboga de ciento ochenta grados y promover el sí. Visto el tema a posteriori, puede pensarse que si hubieran perseverado en el no habría sido innecesario celebrar un referéndum solo para decidir si se continuaba en la misma situación en la que ya nos encontrábamos, que era fuera de la OTAN.
Es bien sabido que en las cuatro provincias vascas el no triunfó con claridad meridiana. En Bizkaia y Gipuzkoa, además, el número de noes duplicó al de síes. Y como es habitual en épocas preelectorales, hubo su consabida campaña.
Uno de los actos previstos fue una manifestación en el centro de Bilbao, empezando como era habitual en la calle Autonomía. Dado el carácter de la convocatoria, se preveía que iba a tratarse de una jornada festiva. En la creencia de que iba a ser así, acudimos mi mujer, mi hijo que contaba unos cinco años, y yo, con la idea de quedarnos después a comer en un conocido restaurante al que solíamos acudir en ocasiones especiales. Mi hermana también tomó parte, según creo armada de un acordeón, para animar a no sé qué grupo en el que se había enrolado en aquella época.
Y así empezó la consabida manifa, incluso con gente disfrazada, con colorido y música. Pero he aquí que, sin que nadie lo hubiera previsto ni tampoco entendido por qué, la policía antidisturbios española cargó. No me quedó más remedio que coger a mi hijo en brazos y huir por una de las bocacalles que por suerte la policía había dejado libre.
Después de aquello no nos quedaron ganas de quedarnos a comer en Bilbao, y nos volvimos a casa de la misma. Mi hermana también tuvo suerte, y pudo escaparse indemne con acordeón incluido. Me he acordado de esto porque, a raíz de la guerra de Ucrania, el tema de la OTAN ha cobrado actualidad. Aunque visto desde aquí parezca que no ocurre nada, a raíz de la entrada en la OTAN, tras haber ganado en el citado referéndum los síes con la excepción del País Vasco, Catalunya y Canarias, nos hemos convertido en un país en situación de guerra. Aquellos barros trajeron estos lodos.
La verdad es que apenas si toco el acordeón. Hace mucho que la tengo arrinconada en un trastero. Creo que la última vez que la saqué fue en la pandemia, cuando había que echar mano de cualquier recurso disponible para pasar el rato. Unos pocos años antes, en una celebración con motivo de la jubilación de un compañero llamado Andoni, preparé una versión de la canción tradicional “Andoni, Andoni, ate ondoan nago ni” con letra referida a circunstancias de su vida, la cual cantamos tres compañeras y yo, acompañados por mi acordeón. Creo que mi hermana sigue utilizando un acordeón para ir cada año por Navidad a cantar villancicos a alguna de las residencias de ancianos de Bilbao, junto con algún grupo del que forma parte.
Aunque no ha sido el acordeón nuestro principal instrumento musical en cuanto a tiempo de uso y progresos logrados en su interpretación, me atrevería a afirmar que ha sido el que más nos ha ayudado para convertirnos en unos músicos del pueblo y para el pueblo.