En aquel tiempo, es decir, hace una eternidad, un tocadiscos venía a ser un artículo casi mágico. Al menos era así como lo veía un niño de cinco años, o de seis, porque hace tanto de aquello apenas si me acuerdo. Era, además, un aparato enorme, más aún si se comparaba con el reducido tamaño que tendría yo. A tenor del aspecto del material de que estaba formado, un surtido de maderas nobles que daba gusto tocar, ello me hacía pensar que semejante cajón, con un frontal de tono oscuro adornado con rayas horizontales de color más claro, y que al abrirse nos dejaba ver un interior tanto o más elegante, tenía que ser a la fuerza excepcional, más que cualquier otro adminículo, eléctrico o no, que pudiéramos tener en casa entonces.
El enorme disco central que presidía el interior del aparato tenía el extraño don de poder moverse cuando girabas una palanca situada a su lado. Al escucharse un clac, la magia daba comienzo: un giro solemne, incesante, a la velocidad justa para hipnotizar a un pobre niño ignorante todavía de la mayor parte de las cosas del mundo. Y el hechizo continuaba hasta que otro clac, este producto de un giro de la misma palanca en sentido contrario, volvía a dejar al disco mágico en reposo.
El fabricante de aparatos mágicos más importante del que teníamos noticia se llamaba Philips. Philips era un nombre extranjero, procedente de un país cuya ubicación desconocía, y ya el mero hecho de ser extranjero le confería una cualidad de mágico que no tendría si se hubiera tratado de otro término con un significado que “sonara” más cercano. Me había dado cuenta además de que los adultos lo nombraban con una “f” en lugar de una “p”; aunque a mí, en calidad de lector recién estrenado, me parecía más propio pronunciarlo tal y como se escribía, que es lo que suele decirse de las palabras en castellano aunque ello no siempre sea cierto. Eso daba a entender que algo de misterioso tendría para que no se pronunciara de la manera “habitual”, como ocurría, por ejemplo, con un tenedor, una mesa o una zapatilla. Y para más inri, a dicho aparato lo llamaban pickup, lo cual tampoco sonaba muy normal. Hubieron de pasar varios años, si no décadas, para que comprendiera que “pick up” es un verbo phrasal, que es como los anglosajones llaman a los verbos que llevan asociada alguna preposición, y que a los que no somos anglosajones nos causan un montón de problemas porque las más de las veces no acertamos con su uso adecuado.
No era el tocadiscos el primer aparato mágico Philips que teníamos en casa: había otro aunque mucho más viejo, que debía de haber hecho acto de presencia en mi hogar mucho antes incluso de que yo naciera y que carecía por completo de la majestuosidad del “pickup” por más que incluso lo superase en tamaño. Pero es que el tiempo no perdona, y a pesar de que en su parte superior tuviera un panel de cristal en el que estaban escritos los nombres de todas las ciudades del mundo, lo cual era señal indudable de su carácter mágico, la madera de su parte externa, que en algún momento habría sido esplendorosa, aparecía rayada, incluso rota por alguna esquina, y con el color totalmente mudado. Y esto hacía que, a los ojos de un niño pequeño, su magia no fuera comparable con la del aparato recién comprado, porque para un niño lo nuevo siempre será mucho mejor que lo viejo.
Aún así, cada vez que mi padre desmontaba la carcasa de madera porque, según decía, se le había estropeado alguna lámpara, no podía dejar de admirar la magia de un aparato provisto de un mecanismo misterioso lleno de bombillas, es decir, de lámparas, unas lámparas que, sin embargo, no alumbraban gran cosa. Ni tampoco cuando después de cenar, que según mi padre era cuando mejor se oía, sintonizaba emisoras que hablaban en lenguas incomprensibles, o incluso otras que, aun hablando en perfecto castellano, lo hacían con un tono inusual, como de robot carente de inflexiones, acompañado además por una serie de ruidos que producía el propio aparato y que a mi padre le sacaban de quicio; mientras que a mi madre, por el contrario, lo que le ponía del nervio era que mi padre se pusiera a escuchar semejantes voces misteriosas, que a no dudar auguraban castigos y desgracias sin cuento.
Pero mi mayor descubrimiento fue que la auténtica magia se producía cuando, por una suerte de extraño sortilegio, ambos aparatos se unían por un cable, y entonces el pickup no se limitaba a dar vueltas, sino que era capaz de emitir sonidos, música casi siempre. Pero no cualquier tipo de música, que eso ya lo sabía hacer también el aparato mágico que llevaba en casa desde hacía un montón de tiempo, sino la música que tú le mandabas que tocase. No era de extrañar, por otra parte, que siendo ambos aparatos mágicos, y además Philips, existiera entre ambos alguna especie de contubernio.
Mas, ay, el problema principal estribaba en que si querías que sonase tu música preferida, eras tú quien se la debía proporcionar. Algo que, por desgracia, costaba dinero. Una cantidad de dinero nada despreciable, añadida al notorio esfuerzo económico que, con anterioridad, habían tenido que realizar mis padres para adquirir el segundo objeto mágico Philips de la familia. A buen seguro que habrían deseado poder disponer de toda una panoplia de géneros, interpretaciones, orquestas y solistas musicales, pero por desgracia en un principio tuvieron que conformarse con un modesto disco de vinilo de cuarenta y cinco revoluciones, con una portada en tonos amarillentos que reproducía el rostro de un señor de mediana edad puesto de medio perfil, encabezado por un letrero que, según pude saber, correspondía al nombre del susodicho; un nombre que, si nos descuidamos, podría resultar tan mágico como los dos aparatos Philips juntos: Beniamino Gigli.
Si ya de por sí el plato de discos de vinilo y el anticuado sintonizador de emisoras de radio, usado a modo de amplificador, me producían inquietud, el enterarme de que el señor que aparecía en la portada del disco hacía poco que se había muerto no contribuía precisamente al sosiego. Resultaba que la combinación de dos aparatos mágicos a los que se añadía un disco con la foto de un señor que acababa de morirse hacía que la voz del muerto se oyera.
He consultado hace poco en Wikipedia la biografía de Beniamino Gigli, y data su fecha de fallecimiento en el año 1957, lo cual concuerda muy bien con la edad que, si no me equivoco, tenía yo cuando ocurrieron estos eventos. Y la Wikipedia nos dice también que Beniamino Gigli fue uno de los mejores tenores de ópera de la primera mitad del siglo veinte. Vaya de antemano que siempre me ha parecido de una solemne pedantería llamar al siglo veinte siglo pasado, y no solo pedante, sino también ofensivo. Lo digo porque somos muchas las personas que, como yo, hemos vivido una parte importante de nuestras vidas en el siglo veinte, hasta el punto de considerarlo “nuestro siglo”, pues lo mismo por cuestiones de edad como por otros motivos nos sentimos más identificados con acontecimientos ocurridos en el siglo veinte que con otros posteriores. Las cosas eran diferentes en mi época de juventud, ya que al siglo pasado, es decir, el diecinueve, bien podía considerársele pasado, habida cuenta de que las personas nacidas en el diecinueve o bien había fallecido, o bien les faltaba muy poco para ello por su avanzada edad. No sé si ahora ocurrirá lo mismo, pero entonces hablar del siglo pasado, o también de decimonónico, se interpretaba como desfasado, pasado de moda e incluso obsoleto, y como se comprenderá a nadie le gusta que le tachen de obsoleto por la única razón de haber nacido y vivido en un siglo diferente al actual.
Pero vayamos al grano: ¿Qué cantaba Beniamino Gigli en el disco de marras? Como se podrá suponer, arias de ópera, de las más populares o conocidas al menos por el público aficionado. En la cara A, Beniamino se esmeraba con La Bohême”, cuya parte más conocida para el registro de tenor es el aria Che gélida manina, referida al frío tan enorme que debía de pasar la protagonista por falta de medios para proveerse de una adecuada calefacción, y que acabó por llevarla a la tumba aquejada de tuberculosis.
El segundo número pertenecía a la ópera Tosca, también de Puccini. Aquí, el argumento tiene un trasfondo de conflicto político. El protagonista, Mario Cavaradossi, entona el “Adiós a la vida” poco antes de ser fusilado. Y ese final del aria, donde el tenor exclama “la vita” con acentuado énfasis, era una de las pocas cosas del disco, si no la única, que lograba entender, y que me impresionaba sobremanera.
La cara B comenzaba con el aria Salve, dimora casta e pura, de la ópera “Fausto” de Charles Gounod, que por su ritmo más lento no me llamaba tanto la atención. Pero la auténtica estrella del disco era, como no podía ser de otra forma, La donna e mobile, con seguridad el aria de ópera más conocida, y por ello más tarareada, de toda la historia de la humanidad. En un capítulo posterior me referiré a ella, aunque ya en un contexto muy distinto.
¿Qué es lo que ocurre cuando no se dispone más que de un solo libro, de un solo abrigo, de una sola brocha de afeitar o de un solo disco? Pues que no queda más remedio que utilizarlos una y otra vez hasta la saciedad. Podéis haceros una idea por ello de la cantidad de veces que pude escuchar en mi más tierna infancia estas arias de ópera citadas, y de la influencia tan enorme que pudieron causar en mi espíritu musical; influencia que, como siempre ocurre con las vivencias infantiles, acaban marcándote para toda la vida.
Pero, aparte de las virtudes sobrenaturales de los dos aparatos mágicos, y de lo que nos deleitaban gracias a ellas, a mi padre le gustaba muchísimo cantar. Con una nada desdeñable voz de tenor, Beniamino Gigli le había proporcionado una ocasión de oro para exhibir sus facultades imitando al que debió de ser uno de los mejores tenores del siglo veinte, lo mismo procurando entonar las arias sin resbalones notorios de afinación como recitando lo mejor que podía los textos italianos que Beniamino, supongo, pronunciaba a la perfección.
Y de la misma forma que mi padre se sentía animado para imitar a Beniamino yo, al igual que haría cualquier otro niño pequeño, me sentía animado para imitar a mi padre. No fue precisamente su voz de tenor algo que heredé de él, aunque sí el gusto por la música, por la música clásica de forma especial, y también el gusto por cantar y por cualquier otra forma de expresión musical posible. Quizás sin demasiadas facultades, pero sí con total convencimiento de que la música, la escuchada y la que brota de nuestros propios labios o de cualquier instrumento que tengamos entre manos, va a hacer nuestra vida mas alegre, más sana y más feliz. Es por ello que guardo un entrañable recuerdo de mi padre cantando con pleno entusiasmo las arias de ópera de Beniamino Gigli o cualquier otra cosa, un recuerdo de los más felices de mi infancia.
Poco a poco, al disco de Beniamino Gigli siguieron otros muchos, que fueron llenando nuestro hogar de alegría y que, de paso, contribuyeron a que fuera yo elaborando una cultura musical. Pero eso es ya otra historia.