Decía el afamado político francés Georges Clemenceau que la justicia militar es a la justicia lo que la música militar es a la música. George Clemenceau ha sido uno de los más notorios políticos franceses de la era contemporánea, digamos que a caballo entre el siglo XIX y el XX. Podría decirse que Clemenceau es para los franceses lo que Churchill para los ingleses. Al igual que ocurre con este último en las proximidades del Parlamento londinense, a Clemenceau se le ha erigido una estatua en pleno centro de París, cerca del Petit Palais, en la que aparece ataviado con un largo gabán, con la cabeza cubierta, botas altas y un bastón bajo el brazo caminando con el viento en contra, como dando a entender que era un hombre capaz de hacer frente a todo tipo de dificultades y, aún así, avanzar hacia adelante.
No sé dónde está situado su lugar de nacimiento. Sí sé que estudió en el liceo de Nantes, un edificio de factura clásica que cuando lo vi me recordó al de Bilbao. En la entrada principal del liceo hay, o al menos había hasta hace pocos años, una placa de latón, que venía a decir los siguiente: “En este liceo estudiaron George Clemenceau, Olivier Messiaen y Jules Verne”.
El último de estos tres personajes no necesita presentación. Olivier Messiaen es uno de los músicos más importantes del siglo XX. Habiendo sido hecho prisionero como tantos otros soldados franceses tras la invasión alemana en la Segunda Guerra Mundial, compuso una de sus obras más importantes en el campo de concentración: Quatuor pour la fin du temps, un cuarteto para los instrumentos que disponía en el propio campo, estrenada por intérpretes prisioneros al igual que él.
Statue de Georges Clemenceau
Olivier Messiaen : Quatuor pour la fin du temps
Hasta hace unas pocas décadas, los ciudadanos españoles de sexo masculino estábamos obligados a permanecer un período de nuestras vidas, que venía a oscilar entre un año y año y medio, en una suerte de campo de prisioneros. En teoría, se trataba de un servicio que todo español debía prestar a su patria gustosamente, pero en la práctica no era más que lo que acabo de decir; de ahí que cuando una vez licenciados como soldados podíamos regresar a nuestros domicilios, la alegría era indescriptible.
Al igual que le ocurrió a Olivier Messiaen, en el campo de prisioneros que me tocó en suerte también yo tuve oportunidad de ejercitar mis habilidades musicales, así como de experimentar un baño en ese género de música que a Clemenceau no le debía de inspirar demasiado aprecio.
Si bien una película en blanco y negro no tiene por qué ser peor que una en color, y de hecho en blanco y negro podemos encontrar auténticas obras maestras, como por ejemplo “The third man”, mi película favorita de siempre, creo que un juicio en blanco y negro, al estilo de lo que con frecuencia suelen ser los juicios militares, siempre será un juicio incompleto, excesivo incluso. Aún así estimo que la música militar, como cualquier otra, también tiene su lado interesante, aparte de no estar exenta de colorido.
Sea como fuere, vamos a concederle a Clemenceau el benefició de la duda, y suponer que con su famosa frase no pretendía denostar la música militar de manera absoluta, sino más bien considerarla simple, esquemática, incluso machacona si se quiere. A lo mejor se podría decir lo mismo también de la justicia militar, aunque eso es ya un tema que se sale de nuestro ámbito.
¿Por qué es la música militar simple y esquemática? La razón es sencilla: porque obedece a un propósito determinado, cual es dotar de marcialidad a los desfiles, aparte de marcar un ritmo facilón para que ninguno de sus participantes vaya con el pie cambiado o desajustado con respecto a los demás. También sirve, o al menos ha servido en otra época en la cual las guerras eran menos ruidosas y no estaban tan tecnificadas, para amedrentar al enemigo, como ocurría cuando los “Casacas Rojas” ingleses iban acompañados en sus ataques de escuadras de gaiteros escoceses; o cuando los prusianos de Bismark y Moltke hacían sonar sus trompetas a pleno pulmón.
Creo no obstante que esta última finalidad ha caído bastante en desuso. Así que nos centraremos en la primera. ¿Cómo encaja la música militar en los desfiles? Básicamente, llevando siempre un ritmo binario. Porque si la música militar, tal y como hemos dicho, sirve para desfilar, y el ser humano tiene dos pies, es lógico pensar que un ritmo ternario, como por ejemplo el del “Danubio Azul” de Johann Strauss, acabaría desequilibrando el desfile por completo. Si el ser humano tuviera tres pies en lugar de dos, supongo que las marchas militares seguirían un ritmo ternario.
Los desfiles deben empezarse siempre con el pie izquierdo, lo cual quiere decir que la parte fuerte de cada compás binario deberá coincidir con la pisada de dicho pie. Si por el contrario ocurre que durante la parte fuerte pisas con el pie derecho, lo que tienes que hacer es dar un pequeño pasito traicionero para ajustar tu ritmo a la marcialidad y uniformidad que se exige a un batallón desfilante al son de cualquier marcha binaria que se precie.
Pero la música militar, o mejor dicho, la música presente en la vida militar, no se acaba con las marchas. En realidad, el principal instrumento musical ligado a la vida militar ni siquiera es cromático, es decir, que no sirve para interpretar la totalidad de las notas musicales, ya que se trata de un mero cornetín sin pistones que solo da notas de una gama armónica, como por ejemplo do, mi y sol.
A las seis menos cuarto poco más o menos, el cuarto soldado imaginaria, es decir, el que tenía como cometido hacer guardia en el dormitorio de tropa durante el último turno de la noche, debía despertar al trompetero, para que este, una vez vestido y aseado, se plantara a las seis en punto en medio del patio de armas e interpretara el llamado toque de diana, es decir, el que indicaba que había que levantarse de la cama. Supongo que a más de un soldado el que lo despierten a toque de trompeta le resultaría insoportable. A mí, por el contrario, me parecía elegante, sublime incluso. Es interesante puntualizar que, en determinados días, el despertar de la tropa no se realizaba por el cornetín, sino que una banda de música militar se encargaba de interpretar lo que en lenguaje militar se denomina Diana Floreada. Por muy esquemática que resulte la música militar, el que una banda de música se encargue de despertarte no deja de ser un honor.
Creo que todo esto guarda más relación con la idiosincrasia de cada uno, es decir, que hay quien se despierta pletórico de entusiasmo y con ganas de acometer el día dispuesto a los mayores logros; y quien, no se sabe bien por qué, se despierta siempre a contrapié, muchas veces con un humor de perros que no desaparece hasta bien entrada la mañana una vez que se ha tomado los consabidos lingotazos de café o de lo que sea. Yo soy más bien de los primeros, y esa es la razón por la que despertarse al toque de una diana militar me gustaba. Hasta el punto que, en cierta ocasión, soñé que me despertaba con una diana floreada de dulzainas navarras y atabales, que de esas dianas también las hay, porque se trataba nada mas ni nada menos que del día en que iba a proclamarse la República de Euskal Herria, en el cual se esperaba, entre otras celebraciones, que el primer presidente de la misma, que podría llamarse, por ejemplo, Fermín Etxeberria, o lo mismo Iratxe Astrain, lanzara el correspondiente discurso.
El caso es que solo fue un sueño, que fue bonito mientras duró, como muchos otros. Con lo cual, lo mismo que cualquier otro de tantos días sin especiales contratiempos, en un tiempo record tuve que vestirme, arreglar mi cama de la mejor manera y ponerme en formación para que el sargento correspondiente pasara lista, o al menos contara el número se asistentes para cerciorarse de que no había habido ningún desertor en el cuartel.
Fueron muchos días de levantarse a toque de corneta a las seis de la mañana. Solo tengo el recuerdo de uno de ellos en el cual, en la pequeña radio de bolsillo que uno de los soldados había encendido, interpretaron un trozo de zarzuela en versión instrumental, perteneciente a la llamada “Luisa Fernanda”. Una preciosa melodía con la que los protagonistas cantan que San Antonio es un santo casamentero, pero que en versión solo instrumental suena a mi juicio mucho mejor, porque la letra de las zarzuelas suele ser por lo general bastante ramplona.
Luisa Fernanda.Zarzuela. Mazurca de las Sombrillas
Por si alguien no lo sabe, el servicio militar se dividía en dos partes diferenciadas: el período de recluta, que venía a durar unos dos meses, y que finalizaba con la jura de bandera, a partir de la cual te convertías en soldado de pleno derecho por decirlo de alguna forma. Y después el resto del servicio, es decir, un año más o menos, en el que con encomiable paciencia ibas contando los meses que te faltaban para terminar tu “cautiverio”, envidiando por una parte a quienes les faltaba menos tiempo porque lo habían empezado antes, y a veces mirando por encima del hombro a los que habían llegado después que tú. Era un sistema de valores aceptado no solo en la clase de tropa, sino incluso por los oficiales y suboficiales.
Valga como ejemplo ello que, estando en el comedor de tropa, se acercó con su bandeja un amigo al cual le faltaba poco para licenciarse, lo que en el argot se denominaba “un abuelo”. Les propuse al resto de soldados que estaban sentados conmigo que, cuando se acercara a la mesa, a una orden mía todos se pusieran de pie, como si se tratase de la llegada de un oficial de alto rango. Así lo hicimos, y como era de suponer ello llamo la atención del oficial que estaba supervisando el comedor. Cuando se le explicó que lo habíamos hecho en señal de respeto hacia un compañero más veterano, en lugar de enfadarse por la broma contesto: “Está bien, porque la veteranía es un grado”.
Quiso la casualidad que me tocara prestar el servicio militar en una academia militar, la del Ejército del Aire en la localidad de San Javier (Murcia), justo a orillas del Mar Menor. Ello tenía varias peculiaridades, por ejemplo que el verdadero objeto de la instalación militar era la preparación de los cadetes que se convertirían con el tiempo en oficiales del ejército, por lo cual había una gran concentración de mandos militares, la mayoría dedicados a la enseñanza sin mando directo a la tropa; y por otra que los soldados no estábamos tanto para cumplir estrictas labores de tipo bélico sino para prestar servicios auxiliares, razón por la cual la instrucción militar que recibimos fue más bien escasa, limitándose a saber desfilar al unísono, a llevar el fusil al hombro con gallardía y cosas por el estilo, con vistas a que la ceremonia de jura de bandera, a la cual solían asistir familiares de los soldados que tenían su lugar de residencia próximo a la Academia, todos ellos del llamado turno voluntario, tuviera el necesario esplendor y marcialidad.
Pero ello no solo suponía que supiésemos llevar el fusil al hombro como auténticos soldados, sino que también exigía cierta preparación musical. El primer capítulo a tener en cuenta era que había que aprenderse de memoria los toques que daba el cornetín de órdenes, es decir, el que servía cada mañana para despertarnos. Y como ayuda a tal cometido, allí estaba el soldado que diariamente se levantaba un cuarto de hora antes que los demás, serio, impertérrito, dispuesto a interpretar el toque que se le encargara. No hace falta decir que para una persona con cierta formación musical como yo el aprenderse de memoria los diversos toques y lo que cada uno significaba no revisaba ninguna dificultad. Pero esa no era la situación de todos.
Aprovecho el momento para comentar que me incorporé al servicio militar un año después de haber terminado mis estudios de magisterio y de haber ejercido como tal, y que un poco para matar el tedio me había llevado al cuartel una flauta dulce como las que son habituales en la enseñanza primaria. Solía pasar el rato tocando melodías cuando teníamos tiempo libre, pero de forma sorpresiva la flauta acabó sirviendo para otro cometido: ensayar con algunos soldados rezagados en su aprendizaje musical los diversos toques, a fin de que cuando llegase el momento de formar en pelotón supieran a qué atenerse.
Lo hacía por ellos, aflorando mi vena de maestro que, ante la ignorancia, hace lo que está en su mano para combatirla. Pero también por mí mismo, porque por desgracia ocurría que, mientras estábamos en formación, ocupando yo uno de los puestos de la primera fila por mi estatura, a cada toque de corneta oía una voz desde atrás que preguntaba, en el más puro acento murciano: “¿maetro, y eso qué e?” Y entonces tenía que echar mano de mis dotes de ventrílocuo para que, sin que se me notase que movía los labios, respondiera: “derecha”, “izquierda”, “firmes”, “de frente”, “fusil sobre el hombro derecho” o lo que se terciara.
Me tocó en suerte realizar el periodo de recluta en verano. En un clima cálido como el de Murcia se aprovechaban las primeras horas de la mañana para ensayar desfiles, y terminado el período de ensayo nos dirigíamos a la cantina de tropa, a tomar una cerveza o lo que se terciara. Como es de suponer, la cantina de tropa era un lugar ruidoso, a lo cual contribuía una máquina de esas que existían antes, dotadas de un mecanismo que ponía en marcha el disco de vinilo que eligieras mediante el pago de una moneda. Como es lógico, las canciones más de moda estaban incluidas. Pero también había otras llamémosles más “específicas” de nuestra situación. Por ejemplo una que, si no recuerdo mal, venía a decir que “Cuando yo me incorporaba tú, recluta, te reías”, y cuyo estribillo concluía con lo siguiente: “Pollo peluso, no llores más. Dile a tu madre, dile a tu padre, cómo te va”. Pollo era, en el argot militar, la forma de llamar a los reclutas recién incorporados. Debo confesar que escuchar una día sí y otro también semejantes bodrios fue una de las cosas que más me costó soportar de mi estancia en el citado establecimiento militar.
Quinto Peluso
Himno del Ejército del Aire
Una vez que el período de recluta iba avanzando, y que mal que bien ya habían aprendido a distinguir los diferentes toques de órdenes, venía el segundo capitulo de la instrucción militar-musical, consistente en aprenderse el himno del Ejército del Aire, que los soldados debíamos cantar el día de nuestra jura de bandera. Dicho himno, lo supe bastante tiempo después, lo había compuesto el ínclito poeta del franquismo José María Pemán, el mismo que fue a su vez autor de la letra del himno nacional español vigente hasta la muerte de Franco. La música era de un tal Ricardo Dorado, autor también de otras muchas marchas militares y procesionales de Semana Santa.
La letra del himno comenzaba diciendo que alzásemos el vuelo, lo cual a mí me sonaba un tanto sarasa. Después iba enumerando una serie de aseveraciones que recordaban a eso de que en España volvía a amanecer, típico del Cara al Sol y de otros himnos, y ya en la segunda estrofa afirmaba que teníamos nuestra vida ofrecida a España “como quien la juega en un lance de gloria y honor”, en ese estilo bravucón tan del gusto de una buena parte del estamento militar, y que más de una vez ha acabado generando tragedias sin ton ni son. Al final de la estrofa, el poeta Pemán aseguraba que “jamás bajaremos desde nuestro sueño a una España sin gloria y sin luz”. No hace falta ser muy perspicaz para darse cuenta de lo que era para Pemán una España de esas características: algo así como la instauración de una república, o aún peor, de un régimen socialista revolucionario. Más difícil de adivinar era si los militares del aire debían permanecer eternamente soñando, o eternamente volando.
Debido más a la simplicidad de la música militar que a mis propias dotes, el aprenderme de memoria el susodicho himno e interpretarlo con la flauta tampoco me costó demasiado esfuerzo. También tuve que ensayar el himno de vez en cuando con algunos colegas duros de oído para que fueran habituándose a su música, pues si bien es verdad que en épocas pasadas se cantaba más que ahora, también lo es que había un importante porcentaje de población incapaz de cantar en absoluto.
Había en mi compañía un soldado valenciano, aficionado a empinar el codo y socarrón como el que más, que allá donde fuera llevaba siempre consigo la bota de vino. Aseguraba que era capaz de aguantar el chorro que salía de la bota con la boca abierta el tiempo que fuera, y como prueba de ello acordamos que durante lo que yo, con mi flauta, tardase en interpretar el himno del ejército del aire, él no pararía de ir tragándose el chorro de vino. Así lo hicimos, y salió victorioso del envite. En un contexto, digamos, más ortodoxo, esa irreverencia para con uno de los símbolos genuinos de nuestra identidad como soldados me habría supuesto un consejo de guerra, pero la Academia del Aire no era West Point ni nada que se le pareciera, y lo mismo que el resto de soldados rieron la gracia, con el sargento de turno ocurrió tres cuartos de lo mismo.
Por fin llegó el anhelado día de la jura de bandera, anhelado porque a partir de ese día podíamos disfrutar del correspondiente permiso y regresar por primera vez a nuestras casas. Lo primero fue la diana floreada interpretada por la banda del cuartel; luego consabido el desfile; luego la misa, porque el ejército era confesional; después cantábamos el himno; luego pasábamos uno a uno debajo de la bandera de España mientras la banda interpretaba el pasodoble “Banderita tú eres roja, banderita tú eres gualda”. Al final tocaban una melodía que me gustaba mucho y que se titulaba toque de fajina. Y después nos íbamos a casa.
Aparte de lo que acabo de contar, en el cuartel hice muchas más cosas. Además de la flauta, llevé una guitarra, y justo es decir que en aquella época tocaba la guitarra mucho mejor que ahora. No era el único soldado que supiera hacerlo, y la estancia en el cuartel mi sirvió, lo mismo a mí que a otros, para enseñarnos mutuamente aquello que sabíamos hacer. Aparte de pasarme los días laborables encerrado en el establecimiento, los fines de semana podíamos gozar de permisos que yo aprovechaba para hacer mi vida en una pequeña casa de pueblo que habíamos alquilado entre unos cuantos, muchas veces tocando la guitarra en solitario. También daba paseos en bicicleta por la orilla del Mar Menor, visitando unos pueblos de pescadores que tenían unos nombres un tanto peculiares, como por ejemplo Los Urrutias y Los Nietos, que eran entonces de una belleza extraordinaria, y que en la quietud de las aguas tranquilas de ese cuasi lago de agua salada que es el Mar Menor, que solo se comunica con el mar abierto por una estrecha franja, me sentía inspirado para interpretar y escuchar música, como por ejemplo la de Isaac Albéniz, que los que procedemos de la España septentrional y húmeda asociamos con otra España que no se parece mucho a la nuestra, y que para un visitante del Mar Menor que apenas si había bajado más allá de la capital del reino, le suponía una fuente inagotable de ensoñación.
Isaac Albéniz: Suite Española Op. 47 (1886)