Durante el tedioso año de mi vida que tuve que compartir con el glorioso ejército español no me limité a despertarme por la mañana a toque de cornetín; ni a ensayar con algunos soldados un tanto torpes en asuntos musicales los toques de instrucción y el himno del ejército del aire; ni tampoco a intercambiar con otros soldados experiencias y conocimientos de guitarra: también llevé a cabo actividades más “provechosas” como por ejemplo prepararme para las oposiciones al magisterio en las largas horas de inactividad que me proporcionaba mi destino en una oficina militar, actividad solo interrumpida para escribir a máquina intrascendentes comunicaciones “oficiales” (los ordenadores de uso cotidiano no existían), o para hacer ejercicios de instrucción militar solo una vez a la semana, pues al estar destinado en una academia llena de alféreces y cadetes, la actividad militar propiamente dicha de la clase de tropa se reducía casi a cero.
El inacabable tiempo de aburrimiento en la oficina dio para mucho, pues al final conseguí un puesto en el funcionariado magisteril sacando una buena nota. Y ocurrió que, unos pocos días antes de que tuviera que escoger destino en alguna escuela, me despedí del cuartel para no volver jamás; aunque, nobleza obliga, bien está reconocer que más de un mando militar me dispensó una cálida despedida, por ejemplo el comandante jefe de la dependencia donde estaba destinado que me dijo, cito textualmente, “Iñaki, has sido un buen funcionario”.
Lo de ser un buen funcionario, al fin y al cabo razón por la cual uno se presenta a unas oposiciones, no es cuestión baladí, a pesar de que, por regla general, los funcionarios gozan de una mala fama de ineficaces, holgazanes y mediocres en líneas generales. Una de las cosas que debe saber un funcionario es escribir bien. No poesía, ni cartas de amor, ni horóscopos que no son otra cosa que una tomadura de pelo, sino textos “burocráticos” con un lenguaje preciso, elegante y, a la vez, lo suficientemente pomposo para que el texto que redacte el funcionario inspire poder. Y fue el escribir al estilo funcionarial algo que aprendí en el servicio militar a fuerza de leer, copiar y redactar textos burocráticos, unas veces redactados por militares, en general de alto rango y ya con unos cuantos años a cuestas porque los más jóvenes no estoy seguro de que supieran escribir con un mínimo de rigor; o bien por funcionarios civiles destinados en el ejército, que de esto también había. Por ejemplo uno, si no me equivoco de apellido Mellado, que incluso escribió un libro titulado “Cómo se redacta un documento militar”.
Los funcionarios del cuerpo de magisterio tienen la particularidad de que suelen ser menos “funcionarios” que los dedicados a la administración, y además sucede que a fuerza de pasarse la vida rodeados de pequeñajos, al final ellos mismos acaban infantilizándose, o por lo menos adoptando unos gustos y preferencias más apropiadas para el personal menudo que para adultos con pelo en pecho o con el correspondiente femenino.
Debo decir antes de nada que a lo largo del desempeño de mi labor profesional como enseñante siempre me he sentido mucho más feliz con niños pequeños que con adolescentes, porque ellos te permiten ser políticamente incorrecto en muchos más aspectos; e incluso porque, con frecuencia, el ser políticamente incorrecto es más una ventaja para ser aceptado y querido por los pequeños que justo lo contrario. También es verdad que he pasado muchos años dedicado a actividades burocráticas en puestos del sistema educativo no dedicados a la docencia directa, para lo cual me vino muy bien lo que aprendí en la oficina militar, pero eso es otra historia. Lo que quería contar aquí es que, una de las mejores cosas que puedes hacer con un grupo de alumnado de corta edad es tocar música.
Al contrario de lo que ocurría durante mi época de niño en la escuela y en el instituto, cuando inicié mi periplo funcionarial la música formaba parte del currículo obligatorio en la entonces vigente EGB, esa que más de una vez hemos visto mencionada en Facebook como perteneciente a un pasado remoto cuando en realidad somos muchos los que, aún estando todavía vivos, no hemos conocido la EGB como alumnos, sino como maestros.
Yo nunca he sido maestro de música, ni por tanto me he tenido que esforzar enseñando a los pequeños a manejar con mejor o peor tino esa pléyade de instrumentos de percusión de bajo coste que estaban de moda en las escuelas, ni tampoco a interpretar el Himno a la Alegría de la Novena Sinfonía de Beethoven con la flauta dulce, y menos todavía a ponerles notas, y no precisamente musicales, en el libro de escolaridad. Lo mío era cantar, o jugar, siempre acompañado de algún instrumento musical, por lo general el acordeón, pues en mi época de maestro joven tenía la costumbre de llevarme el acordeón a la escuela y dejarlo allí. Por ejemplo: ¿Sabéis cómo se juega con el acordeón a los chinos?
Un día, no recuerdo si con el acordeón o con el piano, hice un sensacional descubrimiento: Tocando solo las notas negras de forma improvisada pero con un ritmo adecuado, podías componer música china. Dicho con palabras de cinco duros podría afirmarse que las teclas negras forman ellas solas un sistema pentatónico, típico de la tradición musical de pueblos orientales y africanos, entre otros. Lo siguiente era mandarles a los pequeños que se pusieran en fila india, que colocasen los brazos plegados al cuerpo y con los dedos índices de ambas manos levantados hacia arriba, y que desfilasen mientras movían los brazos alternativamente hacia arriba y hacia abajo. Y así, como por ensalmo, ya tenías a la clase convertida en la corte del Gran Khan, o en cualquier otro escenario similar que se os ocurra.
No lo he dicho hasta hora, pero antes de irme a la mili trabajé un año como maestro interino en un colegio de niños huérfanos o cuyas familias no podían hacerse cargo de ellos, los cuales permanecían en régimen de internado. Fue mi bautismo de fuego en la enseñanza, en un centro atípico con solo cuatro aulas en el cual hice lo que pude, como puede suponerse. Fue en ese mismo curso académico cuando se murió Franco, lo que quiere decir que cuando fui a la mili el cadáver de Franco todavía estaba caliente, y que cuando me reincorporé al magisterio, ya como funcionario de pleno derecho, aún conservaba bastante calor. Pero las cosas, poco a poco, fueron cambiando; y el sistema educativo, por aquello de que en el régimen autonómico recién estrenado las competencias educativas se habían transferido, ese cambió se empezó a notar bastante. Uno de los aspectos principales del cambio fue que el idioma vasco empezó a ganar terreno en la educación a pasos agigantados. Pero no solo como asignatura, sino como idioma de uso, y como idioma musical.
Algunas tradiciones vascas, como por ejemplo el canto de Santa Águeda, que en el franquismo estaban un tanto relegadas, adquirieron especial relevancia en el ámbito escolar. Más aún otras, como el Olentzero navideño, que hasta hacía poco estuvieron casi prohibidas. Aparte de eso, la música vasca escrita para ser interpretada con niños alcanzó un desarrollo enorme, de la mano del gran Imanol Urbieta y otros. Ello proporcionaba enormes posibilidades para que un maestro que supiera tocar el piano, la flauta, la guitarra y el acordeón jugara un papel significativo en la actividad escolar.
COROS DE SANTA AGUEDA Bilbao
Olentzero
El salir a la calle el último día del primer trimestre, justo antes de las vacaciones de navidad, para cantar las canciones del Olentzero y diversos villancicos, ya la mayoría en euskara, se convirtió en una tradición obligada. Pero para ello era preciso que primero se ensayaran. Así que durante las mañanas de la semana previa a las vacaciones, la pléyade de pequeños y pequeñas se reunía en el patio para que, dirigidos por la correspondiente profesora de música y acompañados por el profesor acordeonista, preparasen las canciones que luego se cantarían en la calle.
Una de las profesoras de música con las que colaboré en la escuela, con especial iniciativa y entusiasmo aparte de una más que sólida preparación, requería una y otra vez mi colaboración como acordeonista para ensayar con el alumnado las canciones navideñas. Mientras ella dirigía el cotarro, yo daba el tono y acompañaba con el acordeón. Pero siempre había algún imprevisto. Por ejemplo, que por culpa del frío de los días de diciembre, durante los cuales suelen ser frecuentes los resfriados y las gripes, la profesora de música me obligaba a hacer lo mismo que suele ocurrir a veces con las orquestas de los teatros de la ópera cuando la diva está acatarrada: bajar un semitono para cantar con mayor comodidad. Y yo, con mis escasos conocimientos musicales, me veía forzado, por ejemplo, a trasladar sobre la marcha una canción que estaba en tonalidad de do a la tonalidad de si, o si estaba en la tonalidad de sol a la de fa sostenido. No debía de quedarse muy insatisfecha la susodicha profesora, porque cuando, mal que bien, acababa mi interpretación, solía alabar mi trabajo. Aunque, justo es decirlo, una de las características que suelen tener algunos músicos talentosos es una lamentable falta de diplomacia. Nada más acabar mi prestación musical, un día me salió con la siguiente para de banco: “Iñaki, ¡qué pena que no estés alfabetizado!”
A lo mejor no estaba lo alfabetizado que debería, no lo niego, pero de ahí a llamarme analfabeto musical había un largo trecho. Pero qué le íbamos a hacer. Al igual que ha ocurrido a lo largo de la historia de la música con más de una celebridad, al final se acaba perdonándoles todo.
Otra de las manifestaciones festivas que durante el franquismo estuvo prohibida fueron los carnavales, supongo que por aquello del nacional-catolicismo heredero directo del Concilio de Trento, y que prohibía cualquier esparcimiento que tuviese que ver con el sexto y el noveno mandamientos, aunque la relación fuese muy remota. Pero en esto también cambiaron las cosas tras la muerte del “caudillo”. Incluso podría decirse que no solo cambiaron, sino que bascularon al extremo opuesto: el carnaval se convirtió en una fiesta por todo lo alto, hasta tal punto que los dos días de carnaval se declararon festivos en escuelas e institutos.
Pero para llegar a esos dos codiciados días de desmadre, que sumados al precedente fin de semana eran ya cuatro, había que cerrar con broche de oro la fiesta en los centros educativos. Y para ello nada mejor que un desfile de disfraces, no solo en el patio de los propios centros, sino por todo el pueblo, con la participación y colaboración del ayuntamiento que al menos proporcionaba los guardias municipales para cerrar las calles al tráfico rodado mientras pasara el desfile.
Pero un desfile silencioso más parecería una procesión del Viernes Santo que otra cosa: para darle el adecuado realce carnavalesco hacía falta música. Unas veces mediante un aparato amplificador lo suficientemente fuerte para que se oiga en el pueblo. Otras, mediante una fanfarria. Pero cualquier maestro o maestra con un mínimo de intuición pedagógica entendería que los carnavales ofrecían una ocasión de oro para preparar con el alumnado determinadas piezas musicales. ¿Cuáles? Ahí entraba yo: Con arreglo al tipo de disfraz que cada grupo de alumnado hubiera decidido para desfilar, yo componía una canción que tuviera que ver con ello.
Al principio, solo me atrevía con la letra. Creo que la primera que compuse guardaba relación con el disfraz del antiguo Egipto que se había escogido para aquel año. Como en aquella época no todo el alumnado ni el profesorado sabía euskara, la letra lo combinaba con el castellano. Decía, más o menos:
Ay Faraón
Tutankamón
Ay Faraón
Piramidón.
Al llegar los carnavales aparece el Faraón
Se levanta de la tumba para bailar el charlestón.
Oso faraon jatorra omen zen Tutankamon
Hau baino jatorragorik ez da izan Egipton.
(Dicen que Tutankamon fue un faraón muy enrollado. No ha habido en Egipto ninguno más enrollado que él)
El Piramidón era una medicina que en tiempo de mi niñez nos administraban cuando la fiebre nos subía mucho. No obstante, pronto dejó de estar en circulación porque debía de ser un chute de tomo y lomo. Para la música, me inspiré en una canción del Trío Matamoros, el inolvidable conjunto originario de Santiago de Cuba formado por Miguel Matamoros, Siro Rodríguez y Rafael Cueto, que tuvo su apogeo allá por los años treinta del siglo XX. La canción se titula Oye mi conga.
La segunda vez que compuse algo, también tomé como punto de partida la música cubana, un pregón titulado Caserita pinareña. Los pregones es un género de canción cubana inspirada en las llamadas de atención que llevaban a cabo los vendedores ambulantes, tanto para que el vecindario se asomara a las ventanas como para motivarlo a que compraran aquello que cada uno ofrecía. El propio Trío Matamoros dejó para la posteridad dos obras inolvidables, ignoro si son composiciones originales suyas o no: Una, la titulada Hojas para baños, y otra, Frutas del Caney. Pero la canción pregonera cubana más famosa, que ha dado una y mil veces la vuelta al mundo, es El Manisero, compuesto por Moisés Simmons (música), nacido en La Habana en 1889, y por L. Wolfe Gilbert (letra), nacido en la Rusia zarista en 1886; y popularizado por la cantante cubana Rita Montaner a principios del siglo XX.
TRIO MATAMOROS - OYE MI CONGA
Antonio Machín - El manisero
La canción compuesta por mí se refería a que los niños iban disfrazados de ratones, debido a que se habían detectado ratones en la escuela:
Sudur luze, belarri fin
eta atzean buztana
Mozorroa prestatzeak
eman du kriston lana.
Arratoi goaz jantzita
bai disfraz aproposa
Saguz beterik daukagu eta
gure eskola osoa.
Kalera mozorrotuak
Atera gara saguak
(Nariz larga, orejas finas, y detrás una cola. Preparar el disfraz nos ha costado la de Dios. Vamos vestidos de ratones, un disfraz muy adecuado porque tenemos toda la escuela plagada de ratas. Hemos salido a la calle los ratones)
Para la siguiente temporada, ya me atreví con la música. El ragtime del pirata fue mi primera composición:
Pirata bat, atzean pirata bi
Hiru pirata, lau, bost sei ta zazpi.
Begi bakar, txano beltz eta zapi
Lepo gainean, lorito ta guzti.
Al abordaje! gure oihua da
Ezpata hortz artean badaezpada
Itsasoan altxorrik ez da falta
Horregatik naiz pirata.
(Un pirata, detrás dos piratas, Tres piratas, cuatro, cinco, seis y siete. Un solo ojo, gorro negro y pañuelo. Un lorito sobre el hombro. ¡Al abordaje! es nuestro grito, con la espada entre los dientes por si acaso. En el mar no faltan los tesoros. Por eso soy pirata)
En aquella época, sentía una especial predilección por el chachachá, debido entre otras cosas a que una profesora compañera de la escuela, excelente bailarina, se ofreció a enseñarnos al resto de colegas a bailar el tango y el chachachá. Era, además, la época en que preparé el cancionero titulado “Boleros, chachachá y Machín”, del cual hablo en otro capítulo posterior a este. El disfraz escogido en aquel año era de mago Mandrake, con frac, capa y sombrero alto. Hacía alusión a que el sombrero de copa hacía aumentar de forma considerable la estatura de los más pequeños:
Bi punta luze du jakak atzean
Paparra zuri ta biribila
buru gainean zerbait falta zaigu
Bagoaz txano beltzaren bila.
Txikiak gara baina txano beltzak
egingo gaitu altu ta lirain
metro bateko altuera genuen
metro eta erdi daukagu orain.
Mozorroan eramateko
Txano beltza
Inauterietan janzteko
Txano beltza
Dotore izan nahi baduzu
Txano beltza
Eskolako politena
Sí señor!
(La chaqueta tiene dos largas puntas por detrás. La pechera es blanca y redonda. Algo nos falta en la cabeza: vamos en busca del gorro negro. Somos pequeños, pero el gorro negro nos hará altos y esbeltos. Antes medíamos un metro de alto: ahora medimos metro y medio. Para llevar en el disfraz, gorro negro. Para vestir en Carnaval, gorro negro. Si quieres ser elegante, gorro negro. El más bonito de la escuela. ¡Sí señor!)
El caramelero que vendía golosinas por el pueblo fue otro de los disfraces escogidos, que también se mereció su correspondiente chachachá:
Karamelero, ai Karamelero
Dena duzu gozo ta sabrosón
Arratsaldero zaitugu saltzaile
Arretan, Algortan edo Getxon.
Gozoki truke bi txanpon
Bi gozoki badira lau txanpon
Hiru gozoki, sei txanpon
Beste bat gehiago, zortzi txanpon
Dena zurgatu dut eta
Ahotik ez da ikusi inon
Aurkitzeko sartuko dut
ahotik Lobatón.
(Caramelero, ay caramelero, todo lo tienes dulce y sabrosón. Todas las tardes te tenemos vendiendo, en Las Arenas, en Algorta o en Getxo. Dos monedas a cambio de un dulce. Si son dos dulces, cuatro monedas. Tres dulces, seis monedas. Uno más, ocho monedas. Lo he chupado todo, y ya no se ve nada por la boca. Para encontrarlo, meteré por la boca a Lobatón)
Lobatón era un señor que en aquella época presentaba en la televisión un programa con gran audiencia, referido a personas que llevaba mucho tiempo desaparecidas, a la cuales a veces conseguía encontrar. Cuando se disfrazaron de leones, decidí echar mano de dos recursos muy apropiados para las canciones infantiles: uno, un tanto fácil, recurrir a lo escatológico, que a los pequeños siempre les despierta un mayor interés que a los mayores. Otro, componer una canción recurrente, de esas que empiezan hablando de un solo elemento, pero que luego suben a dos, luego a tres y así ad infinitum.
La más conocida en castellano es la de los elefantes que se columpiaban en una tela de araña, y que como veían que no se rompía fueron a llamar a otro elefante. Existe otra en francés, que viene a decir:
Un canard, déployant leurs ailes
cua, cua, cua
Disait à leurs canés fidèles
cua, cua, cua
Il disait, cua, cua cua
Il chantait, cua cua cua,
Quand, donc, finiront nos tourments,
cua, cua cua cua
Y después de una oca, dos, tres, y así sucesivamente. Mi canción se refería a cierto lance entre los pequeños leones y un elefante despreocupado :
Lehoi txiki bat Afrikan dago
bere anaiekin
begiak bizkor, buztana luze, ahoan lau hagin.
Haren gainean, elefanteak
gozo ta atsegin
Mila kiloko kaka egin du
¡Gizajo poxpolin!
¡Hau bai, kirats zikin,
Kendu nahi ta ezin!
¡Hau bai, kirats zikin,
Kendu nahi ta ezin!
Bi lehoi txiki Afrikan daude
beren anaiekin
begiak bizkor, buztana luze, ahoan launa hagin.
Haien gainean, elefanteak
gozo ta atsegin
Mila kiloko kaka egin du
¡A, ze bi poxpolin!
¡Hau bai, kirats zikin,
Kendu nahi ta ezin!
¡Hau bai, kirats zikin,
Kendu nahi ta ezin!
(Un pequeño león esta en África con sus hermanos. Tiene ojos vivos, larga cola y cuatro dientes. En cima de él el elefante, dulce y amable, ha hecho mil kilos de caca. ¡Pobrecillo! ¡Vaya mal olor, queremos quitarlo y es imposible! Dos pequeños leones… con sus hermanos… cuatro dientes cada uno… El elefante encima de ellos… ¡Pobrecillos!)
Otra vez los leones fueron sustituidos por perros. Esta vez opté por una canción cómica de tipo narrativo, al estilo de la de los bomberos que no encontraban la manguera, o la de Monsieur Caníbal que no dejaba partir al explorador:
Txakurrik ez, agindu zuen atezainak
Eskolara hurbildu ginen batean
Ate guztiak utzi zituen itxita
Alarma konektatuta badaezpadan.
Baina gure gelako leiho bat zabalik
Ahaztu zuen, norbaitek lehengo gauean
Eta txakurrok salto handi bat eginez
Eskolara sartu ginen bat batean.
Txakurrik ez
¡Guau, guau!
¡Dilo al revés!
¡Guau, guau!
Atezaina, ireki atea mesedez
Txakurrak bai
¡Guau, guau!
¡Eso está guay!
¡Guau, guau!
Gure eskolatik alde egin ez dugu nahi.
(El conserje ordenó que nada de perros en cierta ocasión en que nos acercamos a la escuela. Cerró todas las puertas, y por si acaso conectó la alarma. Pero alguien olvidó una ventana abierta la noche anterior, y los perros, dando un gran salto, entramos en la escuela de golpe. Perros no. Dilo al revés. Perros sí. Eso está guay.)
El disfraz de hawaiano supuso un auténtico reto. Lo de componer una canción hawaiana tenía miga, pero creo que superé el envite con creces. De todas ellas es la que más me gusta:
Itsasoan galdutako irla batean
aurkitu dugu paradisua.
Urrearen kolorea du hondartzak
Eta urdina zeruak.
Arrainekin batera igerian
Txoriekin egiten dugu guk kantua
Gauean ilargiaren distirak
ekartzen du maitasun gogoa.
(En una isla perdida en el mar hemos encontrado el paraíso. La playa tiene el color del oro, y el cielo es azul. Nadamos junto a los peces, cantamos con los pájaros. A la noche, el brillo de la luna nos trae deseo de amar.)
Hay disfraces que son casi obligados. Hay acontecimientos en la vida, unas veces alegres y otras no tanto, pero que de una forma u otra inspiran a los chirigoteros de siempre para pasárselo mejor que nadie en las fiestas de carnaval. Uno de esos acontecimientos fue la epidemia de las vacas locas. Los sesudos padres y madres del Consejo Escolar se pusieron muy en su papel, manifestando una enorme preocupación por la salud e integridad de sus retoños. Entonces obligaron a la empresa de catering que suministraba al comedor escolar a que prescindiera por completo de carne de vaca en el menú, y que lo sustituyera por otros ingredientes.
Pero los pequeños vieron las cosas de manera muy diferente, y aquel año decidieron por unanimidad que irían disfrazados de vaca loca. Estaba claro que el evento pedía a gritos una canción lo más desenfadada posible:
Itxuraz behi normalak gara baina
burutik jota gaudela dio jendeak
ez baitugu jaten nahiko bitamina
piperrak saltsan eta tomate berdeak.
Orain arte denek hartzen zuten pozik
haragi xerra, solomilo eta txuleta
baina behiok zoratu garenez gero
esan dute jarriko gaituztela dietan.
Erotu gara, zelako suerte
Eroskin okela daukate merke-merke
Zelako suerte, erotu gara
saldu gabe daukate mila tonelada.
Eroak baina, ¡zelako martxa!
Inauterian behi guztiak gaude dantzan.
Adar okerrak, buztana gora
Laster ipurditik plastada jausiko da.
(Aparentemente somos vacas normales, pero la gente dice que estamos mal de la cabeza, porque no comemos suficientes vitaminas, pimientos en salsa y tomates verdes. Hasta ahora todos tomaban alegremente filetes, solomillo y chuleta. Pero desde que nos hemos vuelto locas, han dicho que nos van a poner a dieta. Nos hemos vuelto locas. ¡Qué suerte! En Eroski tienen la carne baratísima. ¡Que suerte! Nos hemos vuelto locas. Tienen mil toneladas sin vender. Locas, pero menuda marcha. En los carnavales todas las vacas estamos bailando. Cuernos torcidos, el rabo hacia arriba. Pronto caerá la plasta por el culo.)
Mal de las vacas locas - Encefalopatía espongiforme bovina - DiFilm (1997)
Es obvio que a unos progenitores tan sesudos la canción de las vacas locas, que al menos los niños y niñas más marchosos las cantarían también en sus casas, no les hizo demasiada gracia. En aquella época yo era el secretario de la escuela, y cuando en una sesión del Consejo Escolar en la que se debatió fogosamente acerca de las medidas a tomar para neutralizar la epidemia en el ámbito escolar se me ocurrió preguntar si conocían la canción que habíamos preparado para carnavales. Mas de uno, y una, torció el morro de forma ostentosa.
Creo que la canción de las vacas locas fue la última que compuse. Por desgracia, alguna que otra se me ha olvidado. Otro chachachá, destinado a unos pintores que tenían la bata blanca manchada de pinturas de todos los colores, y alguno que otro también de marrón por otra causa; un vals de brujas que volaban con la escoba por debajo de las nubes y por encima de las zarzas; una polka alemana cuando se disfrazaron de flautistas de Hamelín… no obstante, creo que los ejemplos que he mostrado son suficientes.
Suficientes para que se note que, en aquella época, en la escuela hacíamos cosas divertidas. Pero también para que veáis que yo me lo pasaba tan bien como ellos, o incluso más. Os lo digo con sinceridad: pocas cosas hay que puedan hacerse en la escuela que sean tan divertidas como la música. Por ese motivo pienso que cualquier maestro o maestra que se precie debe saber al menos cantar y bailar sin complejos. Y si no es capaz de hacerlo todo lo bien que sería de desear, que recurra a la ayuda de sus colegas.
Pero mayor responsabilidad tiene todavía el profesorado especialista del área. Un director de orquesta de prestigio a lo mejor se puede permitir el lujo de ser serio. Aun sin saberlo con certeza, algunos, como Leopold Stokowski o Wilhelm Furtwängler tienen aspecto de que sí lo eran. Pero un maestro de escuela que imparta clases de música tiene que entender que su principal misión es que los pequeños se diviertan con la música tanto o más que con cualquier otra cosa. Y si lo consigue, es posible que el día de mañana alguno de los y las que pasaron por sus aulas se convierta en un Furtwängler cualquiera.
Pero, eso sí, mucho menos serio. Me gustaría una barbaridad que esta humilde aportación a la música infantil sirviera para que algún día los enanos y enanas, que es como a veces solíamos llamarlos cariñosamente el personal docente, se lo pasaran en grande disfrazándose y, sobre todo, cantando. Con alegría y desenfado, que sobre todo en carnaval de eso se trata.
Ahí tenéis siete de las canciones que compuse. Espero que os gusten.