Había en Bilbao una librería que lo que mas vendía eran comics y discos de jazz en formato vinilo. Estaba situada en la calle Ledesma, que por cierto tiene nombre de músico, paralela a la Gran Vía y a Colón de Larreategi, y situada en medio de las dos. Se llamaba Librería Universal, y tenía una entrada preciosa en tonos rojizos, con parte de ella como escaparte. En la publicidad que repartían, marcadores de hojas y tarjetas, se podía ver un dibujo que reproducía la fachada.
Nicolás Ledesma fue un músico bilbaíno del siglo XIX, famoso por componer música religiosa como por ejemplo un Stabat Mater, poema medieval que sirvió de inspiración a un montón de compositores famosos como Pergolesi, Vivaldi o Rossini. Nicolás Ledesma es también conocido por haber tenido una hija llamada Celestina, también pianista y compositora; por haber sido bisabuelo nada menos que de Jesús Guridi; y por haber tenido alumnos notables como Cleto Zavala, el autor de la música del “Gora ta Gora”, himno oficial de la Comunidad Autónoma Vasca, al cual en su día Sabino Arana le puso una letra. Si bien la música está inspirada en una canción popular, se debe a Cleto Zavala la actual configuración armónica y orquestal.
Retrato de Nicolás Ledesma
Comento esto porque la calle Ledesma de Bilbao, a pesar de que siempre ha sido conocida por tratarse de un entorno propicio para libaciones etílicas, en cierta época tenía además otras facetas tanto o más interesantes. Incluso llegó a haber allí una tienda de partituras musicales. Por desgracia, entre los bares, los pinchos, la gastronomía “culinary center” y cuatro zarandajas más, han acabado convirtiendo a nuestro país en un país de tópicos y de lugares comunes solo apto para turistas. Pero en otra época no tan remota las cosas eran bastante diferentes, por ejemplo en los años ochenta del siglo veinte cuanto la Librería Universal estaba funcionando a tope.
El escaparate con entrada incluida pintado en tonos rojizos era más bien estrecho, y la librería se extendía en profundidad, con unos estantes centrales y otros laterales donde podías consultar los comics y los vinilos que te interesasen. Creo recordar que, al menos en cuanto a comics, los de primera mano compartían estantes cono otros ya leídos por clientes anteriores que bien los habían devuelto o bien revendido, y que como es fácil suponer resultaban mas asequibles, modalidad esta muy extendida en otros países como por ejemplo Francia, con una afición al comic, tanto de producción propia como foránea, mucho más extendida que en nuestro entorno.
Otra de las características de la librería, si no recuerdo mal, era un constante olor a humedad, no sé debido a qué. Pero eso daba igual, porque los vinilos se oían lo mismo que si hubieran estado comprados en cualquier otro sitio; y los comics soportaban muy bien el olor a humedad, hasta tal punto que casi me atrevería a decir que les daba un toque como de proceder de algún lugar exótico o remoto.
Entrada a la Librería Universal. Calle Ledesma, Bilbao.
Habrá quien, con mayor conocimiento de causa, podrá rebatirme. Pero a mí me parece que la década de los ochenta, más o menos, fue una etapa de oro del comic. No me refiero a que hubiera mejores o peores dibujantes que ahora o que en épocas anteriores, sino a que el contenido de las obras revestía mayor interés: autores como Hugo Pratt, Milo Manara, Guido Crepax, Lauzier, François Bourgeon, Enki Bilal, Alberto Breccia, Vittorio Giardino, Robert Crumb… sin olvidar a Guillermo Saccomanno, excepcional novelista argentino a quien debemos el guion de numerosas historias gráficas argentinas, dibujadas por el citado Breccia y otros.
¿Qué tienen de especial estos dibujantes, algunos de ellos fallecidos, como Hugo Pratt; y otros aún vivos, como François Bourgeon, que sigue haciendo comics históricos maravillosos; o como Milo Manara, que a una edad avanzada aun es capaz de realizar obras maestras como por ejemplo una versión de la famosa novela de Umberto Eco El nombre de la rosa? Que en sus obras se encuentra algo consistente que contar, lo mismo histórico que erótico, fantástico que crítica social. Mas de una vez me ha ocurrido en épocas recientes que he comprado un comic nuevo, por lo general caro, y me ha dado la sensación de que la historia no tiene ni pies ni cabeza, o aún más, que no existe una historia como tal. Y ello me ha producido, aparte de decepción, cierta angustia, porque me he acordado de lo que dijo hace ya tiempo aquel consejero de seguridad de apellido polaco que tuvo el presidente Jimmy Carter, Zbigniew Brzezinski, el cual afirmaba que la historia se había terminado para siempre. Y una humanidad sin historia, es decir, sin memoria, es una humanidad de idiotas, o aún peor, de autómatas. Y los comics sin historia, que cada vez son más, me dan la sensación de que reflejan una sociedad de autómatas, sin rumbo, sin aspiraciones ni sentido alguno en lo que hacen o piensan.
No obstante, es pertinente puntualizar que en los comics actuales pueden encontrarse trabajos muy meritorios y llenos de contenido, muchos de ellos de temática feminista y hechos por mujeres; así como también, por otra parte, que en la época dorada de todos los dibujantes que he citado antes el comic solía rezumar bastante machismo, entre otras razones porque estaba destinado a un público masculino, y porque el estimular sus fantasías eróticas, sean cuales fueran, constituía uno de los objetivos de la producción.
Creo que al que fue presidente norteamericano en la época a la que me estoy refiriendo, el ultraderechista Ronald Reagan, el jazz no le gustaba nada. Suele ser habitual que personajes del mismo país y de la misma corriente ideológica tengan esa característica en común. He leído hace poco que a Trump tampoco le gusta el jazz. Dicen que las preferencias de Reagan iban más por el country. Uno de las razones que suelen esgrimir los detractores del jazz es que es música de judíos, los cuales por regla general están más cerca del Partido Demócrata. Esto puede que sea cierto, pero solo hasta cierto punto. El jazz es básicamente música de negros, o de afroamericanos dicho de forma más fina. Y cuando hablamos de afroamericanos en los Estados Unidos, nos tenemos que referir a personas de origen humilde, y más aun, de extracción marginal. Se podrá argumentar que el country, al cual me referiré en otro capítulo de este libro, también está ligado a gente humilde, aunque la principal diferencia es que se trata de gente humilde de raza blanca. Formulado de manera más erudita, podríamos afirmar que el jazz tiene una base en la música africana, de notorio ritmo; y el country, por el contrario, la tiene en la música de origen europeo, irlandesa por ejemplo.
Por desgracia, con el jazz me pasa algo parecido a lo de los comics: me gusta más el de antes, es que estaba de moda no solo en los años ochenta, sino incluso en décadas anteriores. Y la razón viene a ser parecida: los músicos de jazz actuales, con las matizaciones y excepciones que se quieran, me parece que, por encima de tecnicismos, virtuosismos y malabarismos varios, no aportan ningún mensaje que merezca la pena, o incluso que se entienda, y mucho menos, por supuesto, que emocione. Al leer este trabajo más de uno o una pensará que soy una especie de nostálgico, refractario a nuevas corrientes y anclado en viejos esquemas, viejos estilos y viejas sensibilidades musicales.
Es posible que esté en lo cierto. Pero si, como he dicho en el prólogo, la música es la rama de las artes que más llega al alma, creo que está justificado que reivindique aquellos estilos que más me impacten emocionalmente, lo mismo si se trata de una fuga de Bach, de un bolero de Los Panchos o de una versión jazzística (de las de antes) de cualquier standard, da igual que sea All of me; All the things you are; The man I love; o Aint’t misbehaven.
Reconozco que identificar de forma grosera el jazz con el espíritu liberal y más o menos progresista de los americanos que votan al Partido Demócrata; y el country al espíritu conservador y retrógrado de los que votan al Partido Republicano, es una estupidez. Pero, además, una disquisición que carece de interés. Lo que quería resaltar aquí es que en los años ochenta del siglo veinte, es decir, los años posteriores a que, tras la muerte de Franco, comenzaron a soltarse muchas ataduras, tanto objetivas como subjetivas, que nos habían tenido constreñidos durante un montón de años, el comic y el jazz sirvieron como inspiración, o más bien como apoyo estético-intelectual, a un sector de la sociedad, por regla general culto, que aspiraba a muchas cosas que en la época anterior se nos habían negado, como por ejemplo a una libertad sexual “con estilo”, típica de los comics de Mila Manara o de Lauzier; a un cosmopolitismo “a la europea”, típico de los de Vitorio Giardino; a admirar y a envidiar a unos héroes de personalidad compleja y gran poder de seducción como el Corto Maltés de Hugo Pratt, muy diferente de personajes de cartón piedra como El Fantasma, Flash Gordon o Superman (sin hablar del Guerrero del Antifaz o de Roberto Alcázar y Pedrín); o incluso a gozar en la intimidad de la contemplación de perversiones que jamás seríamos capaces de reconocer delante de extraños, como las que aparecen en las obras de Guido Crepax: Justine, Historia de O...
Se ha dicho muchas veces que, más que un estilo, el jazz es una forma diferente de interpretar y de entender la música. Es, sin lugar a dudas, una forma más libre. Es saltarse la partitura, lo que ya se hacía en el barroco pero que, por razones cuya explicación me supera, dejó de hacerse en siglos posteriores. Lo que más me atrae, es que basándose en una partitura escrita con anterioridad, alguien sea capaz de crear su propia versión de la obra metiendo componentes de la propia cosecha. Dicen que la forma de conseguirlo es, en primer lugar, entender e interiorizar el esquema y la secuencia de acordes de una pieza; y después, respetando dicho esquema, inventarte una melodía propia; algo que, por desgracia, jamás, o casi nunca, he sido yo capaz de hacer.
Sé que en la misma época que estoy hablando otras personas tuvieron otros referentes, como por ejemplo la música pop, que a lo mejor ejercieron sobre ellas un efecto análogo al comic y el jazz en mi caso. Respeto y aprecio cualquier evolución en este sentido, pero creo que el comic de los ochenta y el jazz proporcionaron un mayor aporte intelectual y cultural, ya que no reniegan de la tradición y del bagaje de épocas anteriores sino que lo reformulan.
No niego tampoco que, detrás de la fascinación que a muchas personas que en dicha época habíamos entrado ya de lleno en la edad adulta nos produjeron el comic y el jazz, había mucho de hedonismo pequeñoburgués. Digamos que es así, ¿Y qué?