Dicen que el euskara es un idioma muy difícil. Es algo que, con mejor o peor intención, se ha dicho siempre. Incluso en fechas muy recientes lo ha manifestado así nada menos que una jueza española en el texto de una sentencia, para justificar de esta manera el fallo a favor de una funcionaria que, estando necesitada de dominar ambas lenguas oficiales de la Comunidad Autónoma de Euskadi, no acreditaba suficiente dominio del idioma vasco.
Creo que todos los idiomas son relativamente fáciles y relativamente difíciles. Es decir, que hay cosas en cada uno cuyo aprendizaje cuesta más, y otras que cuestan menos. Una de las que en el idioma vasco resulta más complicada es la sintaxis, bastante diferente de la habitual en otras lenguas europeas. Valga como ejemplo de ello el título de uno de los relatos incluidos en la famosa obra del escritor Bernardo Atxaga titulada Obabakoak. Dice así: Camilo Lizardi erretore jaunaren etxean aurkitutako gutunaren azalpena. Aunque su título en la versión castellana se ha resumido, dejándolo en Exposición de la carta del canónigo Lizardi, si lo tradujésemos palabra por palabra sería “Exposición de la carta encontrada en la casa del señor párroco Camilo Lizardi”. Ocurre que el orden de las mismas en uno y otro idioma es justo al revés.
Una de las cosas que me traía por la calle de la amargura cuando estudiaba la lengua de Axular era que los verbos en euskara no solo se conjugan sino que también se declinan, es decir, que las formas verbales cambian según el número y la clase de complementos que tenga la frase. El “caso” que más me costaba era cuando el objeto directo de la frase era una persona, pues la forma verbal cambiaba en función de que dicho objeto estuviera en primera, segunda o tercera persona, en singular o plural.
Recuerdo, por ejemplo, una vez en la que, trabajando este concepto, el profesor de euskara me preguntó: Zerk bultzatu zaitu euskara ikastera? , es decir: “¿Qué te ha impulsado a aprender euskara?” y yo le contesté: Eusko Jaurlaritzak bultzatu nau. O sea, “Me ha impulsado el Gobierno Vasco”.
De aquello ha pasado un montón de años. Entonces yo era maestro en activo, y al igual que en el caso de la funcionaria que he comentado al principio de este artículo, el Gobierno Vasco, recién estrenado, establecía que los maestros y docentes en general debían conocer el euskara para poder impartir clases en dicha lengua. En pocas palabras, el estudio y el dominio de la lengua vasca constituiría a la larga un requisito administrativo para los funcionarios docentes y de otros ámbitos.
A mi profesor la respuesta que di, aun siendo impecable desde el punto de vista gramatical, no le gustó demasiado, supongo que por no resultar muy correcta políticamente, pues a fin de cuentas venía a decir que estudiaba euskara por obligación.
Se supone que habría quedado mucho mejor si hubiera contestado que estudiaba euskara porque era la lengua de mi pueblo; o porque era muy bonita; o porque yo era un abertzale, es decir, un patriota vasco de tomo y lomo; o porque quería entender la letra de las canciones de los cantantes vascos de moda. Sin embargo, creo que en la contestación, con los matices que se quiera, acerté de pleno: de hecho, hay miles de funcionarios en el País Vasco que, sin estar acuciados por un requisito administrativo, jamás habrían aprendido euskara ni habrían tenido demasiado interés en hacerlo, lo mismo que hay montones de conspicuos abertzales que, no teniendo encima de sus cabezas semejante presión, no han llegado a dominar el euskara más que en un nivel elemental. Eso no quiere decir que los funcionarios hubiéramos carecido de motivación personal, pero sí, por el contrario, que sin el requisito administrativo la mayoría no habríamos llegado tan lejos en nuestro aprendizaje.
Muchas veces he afirmado que un profesional de la enseñanza debería ser también un profesional del aprendizaje, es decir, una persona dispuesta siempre a aprender cosas nuevas, y además capaz de hacerlo en cualquier circunstancia, por ejemplo sea cual fuere el profesor o profesora que te toque en suerte. A mí el profesor que tenía cuando esto ocurrió me gustaba mucho, aunque bien está decirlo que esa impresión mía no era compartida por muchos de mis compañeros, la mayoría también maestros y maestras. Me gustaba porque coincidíamos en edad, en gustos, en estilo, en temperamento… Una de las cosas que más me gustaba, si no la que más, era que solía traer de casa unos cuantos discos, en aquella época de vinilo, y tanto el inicio como el final de la clase lo dedicaba a llevar a cabo una pequeña audición de alguna canción de uno u otro.
Lau, bost. Mikel Laboa
Lauxeta. Antton Valverde.
Uno de los discos preferidos de mi profesor era el que Antxon Valverde publicó en 1978 con versos de Estepan Urkiaga, Lauaxeta, poeta y periodista vasco al que los franquistas fusilaron tras haber sido hecho preso poco después de haberse producido el bombardeo de Gernika por la aviación alemana bajo las órdenes de Franco. Incluía tanto poemas románticos como otros de índole política, por ejemplo uno dedicado a los defensores del castillo navarro de Amaiur frente a la invasión castellana en el siglo XVI, u otro referido a las huelgas mineras de Gallarta de principios del siglo veinte. A la larga, después de oír sus canciones una y otra vez por cuenta de mi profesor, acabó siendo también mi preferido.
He dicho antes que todos los idiomas tienen algo fácil y algo difícil. También es cierto que el aprendizaje de un idioma nunca se parece demasiado al aprendizaje de otro. No se parecen porque detrás de cada idioma hay un mundo diferente. Siempre he pensado que aprender una lengua que no es la propia, más que un ejercicio memorístico o gramatical, es un proceso emocional. Creo que es imposible llegar a dominar un idioma, o mejor dicho, a sentirte cómodo utilizándolo, si emocionalmente no te sientes vinculado y motivado por lo que dicho idioma representa. Ya sé que en apariencia esto es contradictorio con lo que he dicho al inicio de este capítulo, pero en realidad no lo es tanto: los que siendo funcionarios hemos estudiado euskara y hemos conseguido aprenderlo en cierto grado, no solo hemos sentido la presión administrativa, sino también una ligazón emocional con lo que estábamos aprendiendo. Aun a riesgo de exagerar un poco, me atrevo a afirmar que, en el País Vasco meridional, por muy españolistas que nos consideremos, todos tenemos algo de vasquistas; y de la misma forma, por muy abertzales que creamos ser, también tenemos algo de españolistas.
Es cierto que quienes están aprendiendo un idioma no se sienten motivados siempre de la misma forma, o mejor dicho, no sienten de la misma forma lo que dicho idioma representa. En un capítulo anterior comenté que mi primera aproximación al mundo vasco fue a través del idioma castellano, ya que, aparte de desconocer el euskara, las referencias eran mucho más escasas. Pero al empezar a estudiar el idioma vasco se me abrió otro mundo que hasta entonces apenas había empezado a atisbar, con la particularidad de que el mundo que representaba dicho idioma no era uno situado fuera de mi entorno, sino que representaba mi propio mundo.
Siendo como era un hijo de personas derrotadas en la Guerra Civil, era normal que mis padres hablasen del período de la República de forma un tanto idílica. No es que fueran conspicuos luchadores antifascistas, sino que, hablando de forma objetiva, las cosas en tiempo de la República estaban para ellos mucho mejor. O más bien mucho peor durante la guerra y con lo que vino después. Por fortuna, no fueron de los que, bien por miedo o por no querer revivir el dolor sufrido durante el pasado, se cerraron en banda sin querer rememorarlo. Así que, entre otros, me hablaron de Lauaxeta, el periodista y escritor fusilado por los franquistas cuyos versos, por obra y gracia de mi profesor de muchos años después, tuve ocasión de conocer.
Todavía hubieron de transcurrir unos cuantos años más desde que escuchaba los discos de mi profesor al inicio y al final de la clase, cuando a alguien oí decir que la presentación del primer libro de poesía publicado por Lauaxeta, de titulo Bide barrijak, se realizó en Artxanda, creo que en el famoso Txakolí.
Bide barrijak. Lauaxeta
Artxanda, situada al norte de Bilbao, con una estupenda vista de la ciudad desde su altura, es uno de los lugares míticos del pasado vasco. En mi casa conservo una fotografía que data del año 1920, en la cual aparece un grupo numeroso, exclusivamente hombres, que se reunieron en el Txakoli para celebrar la fundación de la Cooperativa de Consumo de Deusto, una especie de economato cuyo cometido era abaratar el precio de los productos de primera necesidad. Uno de los que aparece en la fotografía es mi abuelo materno, el cual ocupó el cargo de secretario de la junta directiva.
Artxanda ha sido testigo de muchos acontecimientos significativos del País Vasco de la época anterior a la Guerra Civil. El Txakoli todavía se conserva, no sé si en el edificio original o en otro. Y aunque los cambios habidos en la zona han sido numerosos, Artxanda sigue teniendo para mí un regusto onírico, de exponente de un pasado idealizado a medias, del que también forman parte, por ejemplo, los cuadros de romerías de José Arrue, en los cuales, según van pasando los años, se notan los cambios en la indumentaria de los participantes, desde los primeros personajes vestidos al estilo aldeano hasta los que van exhibiendo una apariencia más urbana, sobre todo las mujeres, con unos atuendos que tienen mucho más que ver con el Art Decó que con la vestidura típica vasca.
FOTO ARTXANDA BIRRAITITE
De ese pasado onírico forma parte también Lauaxeta, al igual que Lizardi, el otro gran poeta vasco coetáneo suyo cantado por el citado Antxon Valverde, y lo mismo Jose María Ariztimuño, Aitzol, un sacerdote nacionalista vasco apresado, torturado y fusilado por los franquistas, que impulsó el resurgimiento literario de los años treinta, donde tanto Lizardi como Lauaxeta brillaron con una poesía que abría la literatura vasca a los caminos de la modernidad.
Pero al igual que pasó con un montón de aspectos de la época de la Segunda República, la modernidad incipiente en la literatura y en la mentalidad vasca de los años treinta se truncó de forma traumática por la guerra y el franquismo, y solo permaneció como recuerdo, a veces un tanto idealizado y otras traumático.
El disco de Antxon Valverde finaliza con el último poema escrito por Lauaxeta, titulado Agur Euzkadi, una especie de despedida del autor en la víspera de su fusilamiento. Descanse en paz Lauaxeta, hoy recordado más que nunca.
Agur Euzkadi - Lauaxeta - Antton Valverde