En la casa de vecindad donde vivía antes teníamos una caldera comunitaria, que suplía a las viviendas tanto de agua caliente como de calefacción. En aquella época no estaban de moda los contadores individuales, razón por la cual la temperatura y el horario de vigencia de uno y otro servicio dependían del criterio de quien en cada período ostentara la presidencia de la comunidad vecinal.
Debo confesar que mi descontento con la cicatería comunitaria era bastante frecuente. Supongo que tenía mucho que ver con ello el que yo fuera una persona hogareña, de las que pasan mucho más tiempo en casa entregado a actividades intelectuales “sedentarias” que en la taberna dándole al frasco; ni por supuesto tampoco era de las que, trapo en ristre, no paran ni un momento de quitar el polvo a uno u otro mueble, o de pasar la mopa, la fregona o lo que fuera, con un pañuelo anudado en la cabeza para no mancharse el pelo y vestidas con una bata sin mangas de tonos floreados, porque con tanto meneo si llevasen más ropa encima no pararían de sudar. Lo mío era estar quieto, sentado, leyendo, escribiendo, oyendo música… así que en cuanto se sentía frío en la casa lo notaba una barbaridad.
Pero lo peor llegó cierta temporada en la cual, aparte de racanear en la calefacción, cuando te ibas a duchar por la mañana te encontrabas el agua tibia, y como consecuencia salías de la ducha temblando. Ni corto ni perezoso, imprimí varias copias de un escrito en el que denunciaba la situación, y apelaba al buen criterio de los vecinos que tuvieran la sana costumbre de ducharse cada mañana para que se remediase el problema. Repartí el escrito por los buzones del inmueble, y no pasó mucho tiempo para que un vecino llamase a mi puerta. No era el administrador, cargo que le había correspondido a alguien ya muy anciano, sino que mi conspicuo visitante, uno de esos a los que les gusta entremeterse en todo, aprovechando la coyuntura se había arrogado el papel de administrador auxiliar para manejar las cosas a su antojo.
No hace falta decir que irrumpió en mi casa con un tono airado a más no poder. Me explicó que habían estado “jugando con la temperatura del agua caliente (sic)” y no sé qué de que se afeitaba por las mañanas, de lo cual deduje que ducharse no lo hacía. No recuerdo cómo acabó la discusión. Solo que al final intenté suavizar la tensión, haciendo alusión a la necesidad y obligación para preservar el bienestar del vecindario. No sirvió de gran cosa: si bien con el cambio de administrador volvimos a tener agua caliente como Dios manda, a pesar de haber transcurrido más de treinta años desde que ocurrió aquello cada vez que me cruzo en la calle con el susodicho vecino seguimos sin saludarnos.
Posteriormente me mudé a un chalet adosado, entre otros motivos por estar ya asqueado de tener que depender de otros para poder disfrutar de mi casa con la necesaria comodidad. Pero los problemas vinieron por otro lado: Teníamos en la parte trasera de los inmuebles una minúscula zona de césped, embutida entre la baranda de la terraza y la valla exterior. A más de uno se le ocurrió instalar en dichos huecos sendas barbacoas fijas, de las de obra, que por causa de los vientos dominantes siempre lanzaban el humo hacia mi casa. Como se trataba de esos tipos inmaduros que aún no han superado la adolescencia, con la ilusión de su juguete nuevo encendían la barbacoa dos veces al día. Para más inri, al estar embutidas en un hueco las barbacoas no tiraban bien, por lo cual para encenderlas se ayudaban quemando queroseno, cuyo olor se te metía hasta en los armarios empotrados. Como es de suponer, volví a quejarme, esta vez en la reunión comunitaria y en el ayuntamiento. Entonces uno de los vecinos aludidos contraatacó organizando una sesión de barbacoa a la cual invitó a la totalidad de vecinos menos a mí, que dicho de paso era el contiguo a su vivienda.
¿Qué podía hacer al respecto? Nada mejor que la música para estas ocasiones. Llevando al exterior de la terraza un aparato de radiocasete de mi hijo, mientras el resto del vecindario disfrutaba de la barbacoa en medio de una tremenda humareda, yo hacía lo propio escuchando a todo volumen canciones de Antonio Machín, uno de mis favoritos como luego contaré, con lo cual contribuí servicialmente a la velada vecinal proporcionando una ambientación musical que a lo mejor les gustaba o a lo mejor no, pero de la cual estoy seguro que el anfitrión se acordará toda su vida.
Antonio Machín – “Dos gardenias”
Al igual que con el otro, tampoco con este me saludo. Tuve la fortuna que acabó marchándose a vivir a otra parte, al igual que otros vecinos fanáticos de la barbacoa como él. Hoy en día, de las tres barbacoas que había apenas si se enciende una de ellas dos o tres veces al año, y sin queroseno.
He contado esto para que veáis que, cuando siendo adolescente a aquel amigo del club parroquial se le ocurrió darme el papel del repulsivo terrorista Sid Hamet en la obra de teatro leído, no andaría descaminado. Ese “colega” de la adolescencia también se fue a vivir fuera. La última vez que lo vi fue en una cena “revival” que organizaron algunos de los antiguos miembros del club parroquial, en una época en que andábamos entre los cuarenta y los cincuenta años. Ha pasado mucho tiempo también de eso, y no he vuelto a saber nada más de él.
Hay gente que se pirra por las barbacoas, supongo que porque no tienen posibilidades de disfrutar de una. Cuando alguien intentaba polemizar conmigo sobre lo beneficioso o perjudicial de semejante adminículo, yo siempre solía contestar lo mismo: una barbacoa no puede ser nada bueno cuando resulta que un individuo tan hortera como Georgie Dann le ha dedicado una canción.
No hace mucho que se ha muerto Georgie Dann. Y debo confesar que su biografía me ha impresionado, hasta el punto de hacerme pensar si no había sido yo demasiado severo con él. Aparte de músico experimentado, el saber que había sido maestro de escuela ha hecho que me caiga mucho más simpático. Me imagino que sus alumnos se lo pasarían bomba con un maestro como él que componía canciones infantiles, más o menos lo mismo que hacía yo, aunque no pretendo ni de refilón establecer una mínima comparación. Solo lo menciono porque sé por propia experiencia lo feliz que se le puede hacer a un grupo de pequeñajos cuando tocas varios instrumentos, te inventas canciones y encima tienes marcha para animar el ambiente. Incluso parece que fue el padre de un alumno, productor musical, quien le animara a que iniciara sus pinitos en el campo de la música profesional.
Georgie Dann "La Barbacoa"
He leído también que uno de los méritos de Georgie Dann fue dar un nuevo “enfoque” a las que solían llamarse canciones del verano, machaconas y facilonas a más no poder. Y justo es reconocer que, si las de Georgie Dann podrían resultar horteras, las había mucho peores. No sé a ciencia cierta en qué consistía ese enfoque, pero me ha llamado la atención que Goergie Dann utilizara con frecuencia obras ya existentes, muchas de ellas de reconocida fama, a las cuales daba un nuevo “enfoque” más veraniego, cuando no les hacía una escabechina en toda regla.
Es cierto que Juanita Banana no era suya, sino de Luis Aguilé, otro que tal baila. pero que el propio Georgie también la interpretó. No sé si Juanita Banana llegó alguna vez a encabezar las listas del hit parade, aunque no me extrañaría mucho que lo hubiera hecho. Lo curioso es que la abrumadora mayoría de los que cualquier verano hacían el hortera con la susodicha canción ni habían escuchado jamás la ópera Rigoletto ni sabían nada de ella; a lo mejor ni siquiera quién era Giuseppe Verdi; y casi seguro de que no sabían que el aria de soprano Caro nome, cantada por Gilda, el personaje protagonista de la ópera, no es ni más ni menos que la canción de Juanita Banana en su versión original.
LUIS AGUILÉ - "Juanita Banana" (1966)
Nadine Sierra sings | Caro nome - Gilda in Verdi's Rigoletto - with lyrics
Pero este no es el único caso: Los bateleros del Volga, una clásica canción popular rusa, dio lugar al Casatschok. El cumbiachero es una famosa canción “tropical”, inmortalizada entre otros por la orquesta de Xavier Cugat. Y así sucesivamente.
Al igual que hay quienes disfrutan de las barbacoas y quienes las detestan, supongo que también habrá personas que ven con buenos ojos que se destripen canciones pasadas de reconocido éxito y calidad para sacar a la luz otras que, si no son un auténtico bodrio, caminan sobre la fina línea que separa lo desenfadado de lo espantoso. Aún así, vamos a ser indulgentes con Georgie, por lo bien que a no dudar se lo hizo pasar a sus alumnos y porque, a fin de cuentas, de lo que se trataba con las canciones del verano era de pasárselo bien sin más exquisiteces.
Tengo un recuerdo muy entrañable de la canción Mattinata del napolitano Ruggero Leoncavalo. En una de esas obras musicales que, al igual que me ha ocurrido con el pasodoble de los suspiros de España, se me han quedado grabadas en la memoria. No solo porque es una canción preciosa, sino también porque era una de las preferidas de mi padre, como he comentado ya aficionado al canto, y que por dicha razón se la oíamos una y otra vez. Es uno de los más entrañables recuerdos que tengo de él: estando en casa, afeitándose o en cualquier otra actividad parecida, entonando la Mattinata de Leoncavalo, de la cual, al menos hasta donde llega mi memoria, mi padre conocía la letra, o al menos parte de ella.
Por esa razón, así como a Georgie Dann he acabado perdonándole el bombardeo incesante a que nos sometió con sus innumerables canciones del verano, al ínclito Albano no le perdono que una canción tan rica en matices y en dramatismo la hubiera convertido en una especie de salmodia popera, o a lo más en una canción típica del festival de San Remo. Me parece además escandaloso que, si bien exceptuando la ópera Pagliaci, Leoncavalo no tuvo a lo largo de su vida demasiado éxito como compositor, Albano estuvo un montón de tiempo encabezando la lista de superventas a costa de fusilarle a Ruggero Leoncavalo una preciosidad de canción. Cosas del mercado.
"Mattinata" - 1953 - Jussi Bjorling - Ruggero Leoncavallo
Mattino - Albano