La boda se celebraba una tarde de otoño, a una hora en la que ya había oscurecido. El escenario era una iglesia de una localidad vizcaína situada en una zona montañosa, con una población diseminada en caseríos y edificios similares repartidos aquí y allá en las laderas de los montes circundantes, y careciendo de un núcleo urbano definido. Así ocurría que la iglesia se encontraba aislada, sin apenas edificios alrededor.
Es de esperar que, en un pueblo como ese, la población se acerque a la iglesia solo cuando se celebra algún oficio, y que mientras tanto esta permanezca cerrada o vacía; más aún en una tarde otoñal con un tiempo húmedo y desapacible, por lo cual las únicas personas presentes en la iglesia en aquel momento eran el cura oficiante, los contrayentes y el consabido séquito de familiares y amigos.
La novia era oriunda de la localidad, razón por la cual se había escogido dicha ubicación para el evento; y el novio era un familiar cercano a mí. En cuanto al séquito, lo habitual: madres, padres (suegros y suegras, una vez cumplimentada la ceremonia), hermanos, amigos, primos… con una franja que abarcaba todas las opciones, desde los más pequeñajos hasta la tercera edad con una nutrida representación. De la ceremonia como tal recuerdo poco, pero sí que una vez finalizada hubo una maratoniana sesión fotográfica dentro del propio templo. En aquella época aún no existía el formato digital, y por tanto ocurría que, al cabo de unos días, el fotógrafo te ofrecía la posibilidad de adquirir un estupendo álbum con las instantáneas más significativas que, dicho sea de paso, costaba un pastizal.
Me atrevería a afirmar que se pulsaron cientos de clics, con todas las combinaciones posibles de grupos de asistentes al evento. Lamento haber olvidado lo que estudié a lo largo del bachillerato en la asignatura de matemáticas sobre combinatoria; tema que por otra parte, no sé por qué, jamás me atrajo demasiado. No os podría decir si se trataba de combinaciones de “N” elementos tomados de “n” a “n”, o si se trataba de variaciones o de permutaciones. Bien de una u otra forma, el resultado era enorme.
Hay quien en ese tipo de eventos se lo pasa en grande. Yo soy, por el contrario, de los que en tales situaciones se aburre soberanamente. Me aburrí en la ceremonia, y mucho más cuando el fotógrafo comenzó con su trajín. Y si para mí resultaba aburrido, par el personal menudo asistente aún peor.
Si la boda se hubiera celebrado, por ejemplo, al mediodía con un tiempo espléndido, y si en la plaza de la iglesia se hubiera instalado un parque infantil, el problema de los pequeños se podría haber solucionado, aun haciendo la salvedad de que la ropa de los domingos que vestían en día tan especial se podría haber ensuciado o deteriorado incluso antes de acceder a la subsiguiente comilona. Pero por desgracia el tiempo no era bueno, y fuera de la iglesia, aparte de estar oscuro, no había nada. No quedaba por tanto más remedio que permanecer dentro del recinto sagrado, hasta que a los forofos de la pose fotográfica se les acabaran las ganas de lucir palmito delante de la cámara.
Había que hacer algo antes de que el tedio acabara de dejarnos a la cuadrilla de aburridos fuera de combate. Mas he aquí que en uno de los rincones del templo había un pequeño armonio que, por un auténtico milagro, no estaba cerrado con llave. En aquella época todavía conservaba yo bastante de la destreza adquirida cuando vivía en la casa de mis padres y podía disfrutar del piano de mi hermana, por lo cual, mal que bien, pude desenvolverme con cierta competencia con aquel aparato que, aparte de viejo, tenía aspecto de que no se usaba demasiado. Y como además, tal y como he dicho antes, teníamos la iglesia para nosotros solos, nadie me puso objeciones para que, mientras el fotógrafo se ocupase de lo suyo, yo hiciera lo propio con el armonio, porque como las fotos carecían de sonido, lo que hiciera con el susodicho instrumento musical importaba poco.
Eran los felices años ochenta. Lo de felices lo digo un poco por decir, lo mismo que hay quien afirma que los felices fueron los sesenta, los setenta o los noventa. En los “felices” ochenta estaba muy de moda el llamado rock radical vasco, que según creo lo sigue estando en cierta medida. Y al igual que pasa con cualquier género musical surgido hace algún tiempo, goza de una afición repartida entre juventud y maduritos nostálgicos.
Entre los grupos de entonces destacaba, al menos por radical, el grupo Kortatu, que después fue Negu Gorriak, y después ya no sé que. Nosotros también participábamos de esa afición, y tal es así que poseíamos algunas de sus grabaciones, con unas canciones tan legendarias como por ejemplo la de La Asamblea de Majaras, o la de Jimmy Jazz. Aunque la que se llevaba la palma de popularidad era una dedicada a la fuga de la cárcel de Martutene, cerca de Donostia, desde la cual algún tiempo antes dos presos de ETA, Iñaki Pikabea y Joseba Sarrionandia, se largaron ocultos en unos bafles tras un concierto celebrado en la propia cárcel.
Es justo decir que la noticia de la fuga despertó una auténtica ola de júbilo popular. Y era precisamente ese júbilo popular lo que la canción quería reflejar:
Ez dakit zer gertatzen de azken aldi hontan
Jendea hasi dela dantzatzen sarritan…
Y el estribillo, por su parte:
Sarri, Sarri, Sarri sarri...
El que uno de los fugados, Joseba Sarrionandia, fuera un relevante escritor, hizo que la noticia tuviera especial eco y que el júbilo de la población lo fuera por partida doble. En multitud de eventos festivos, romerías, etc., la canción se bailó todas las veces que se pudo y más.
No hace falta decir que la totalidad del personal menudo asistente a la ceremonia, que oscilaba entre alguno ya en el umbral de la adolescencia y una serie de pequeñajos en progresiva edad descendente, se conocían la canción de pe a pa. No hizo falta más para convertir la soporífera sesión de toma de fotos en un evento de lo más marchoso: acompañados por las notas del armonio parroquial, la pléyade de chavales y chavalas, situados alrededor del armonio, no paraban de cantar y de moverse al ritmo de la canción:
Sarri, sarri, sarri sarri…
Sarri Sarri - Kortatu
Furra Furra - Oskorri
Aún así, la canción de los fugados de la cárcel de Martutene no fue la única opción: El grupo Oskorri, del cual he hablado ya, no tan “radical” como Kortatu pero igual de marchoso y tanto o más popular, también puso su granito de arena: Furra furra fandangua, la canción del que había encontrado un tanque en su café con leche, y que sin estar seguro de si estaban en paz o en guerra por si acaso se tiró un pedo, puso adecuado contrapunto a Kortatu. Y a esas siguieron muchas más. Pasamos la velada la mar de divertidos, tanto mis enanos como yo mismo, hasta que al fin los mayores se hartaron de retratarse y nos mandaron ir a los coches para acercarse al restaurante de turno.