Hace ya varios años tomé parte en una actividad montañera patrocinada por una conocida entidad bancaria, en los tiempos en que las entidades bancarias, al menos las cajas de ahorros, todavía promocionaban marchas montañeras. Consistía en recorrer los Pirineos desde el Cantábrico hasta el Mediterráneo, en varias etapas de una semana de duración.
Éramos unos cincuenta en total divididos en tres grupos, cada uno de ellos con sus respectivos guías. A mi grupo le correspondió como guía una encantadora chica catalana que se llamaba Mariona. Pero aparte de ella, todos éramos hombres, razón por la cual a alguien se le ocurrió llamar a nuestro grupo Rabobank, igual que el conocido equipo ciclista. Por lo de los rabos, se entiende.
Como buenos chicos vascos que éramos, le dábamos al morapio con un entusiasmo paralelo al que demostrábamos subiendo y bajando cuestas. Las botellas de Rioja Añares crianza, suministradas por la organización pero pagándolas aparte, se acababan a velocidad de vértigo.
En todos los grupos hay alguien que destaca por algún motivo. En el nuestro había uno muy divertido, dicharachero y bromista. Además de excelente montañero, dicho sea de paso.
En la última etapa de la travesía, es decir, la parte más mediterránea del Pirineo, este se hace más discontinuo, perdiendo altura poco a poco hasta llegar al mar. Alternábamos, para pasar la noche, campamentos y refugios de montaña con terrenos de camping en los pueblos del Rosellón.
Llegamos a uno de ellos el 14 de julio, fiesta nacional francesa, por lo que todo el pueblo estaba en la calle de celebración. Como encima llegamos pronto, después de haber coronado el día anterior nada menos que el mitológico Canigó, y además resulta que la tarde en julio es larga, nos dio tiempo para recorrer el pueblo de cabo a rabo, y encima al anochecer para participar en los festejos subsiguientes.
Nuestro amigo dicharachero tuvo además oportunidad de tontear con una chica del mismo pueblo que se llamaba Dominique, a pesar de que sus conocimientos de francés eran más bien escasos. Y encima también de trasnochar hasta unas horas que, tratándose de un grupo montañero en travesía, superaban lo razonable.
A la mañana siguiente nos enteramos de que por motivo de haber realizado un mal movimiento sabe Dios dónde y cómo, a nuestro amigo se le había producido una rotura de fibras musculares que casi le impedía andar. No le quedó más remedio que seguir la travesía desde la furgoneta de apoyo, porque no estaba dispuesto por nada del mundo a colgar la chapa así como así, y regresar a casa cabizbajo.
Lejos de perder el buen humor, se dedicó los días siguiente a alegrarnos la existencia de mil maneras: una vez encargó unas rabas y unas botellas de vermut para tomarlas en un punto de descanso donde había acceso a vehículos. Pero lo mejor fue que el penúltimo día de la travesía encargó para el grupo unas camisetas de rabioso color amarillo, como el maillot del Tour, en las que ponía con grandes letras Rabobank taldea (equipo Rabobank). Para realizar la última etapa, que justo acababa al borde de la playa en no sé qué pueblo con un nombre que acababa en “sûr mer”, nos vestimos con el maillot amarillo del Rabobank.
Una vez que, tras llegar por fin a la playa, nos habíamos bañado, comido, merendado, bebido lo correspondiente y dispuestos para tomar la última cena de la travesía, se me ocurrió que el equipo Rabobank tenía que dar el do de pecho. Ya había participado yo en días anteriores como bertsolari y kontalari para animar la sobremesa de las cenas, pero pensé que lo del último día tenía que ser especial. Mientras pasábamos la tarde de poteo, a los de mi querido grupo Rabobank les mandé que apuntasen la letra de lo que íbamos a cantar, para lo cual uno de los miembros del grupo pidió en el mostrador de una de las tabernas que frecuentamos unos cuantos lápices y papel.
A la hora de la cena nos presentamos con las camisetas amarillas, ya bastante sudadas, y delante del resto de los grupos así como de algunos familiares de los participantes que, aprovechando las vacaciones, habían venido a recibirnos, puestos de pie y con el mejor aire marcial cantamos el himno del Rabobank, que se me había ocurrido a mí mientras realizábamos el último tramo montañero, y que después ensayé con el resto del grupo en una taberna del pueblo. Decía así:
Cara al sol la camiseta nueva
Que tú pusiste el rabo ayer.
Me hallará Mariona, y si me lleva
No paro de correr.
Volveré junto a mis compañeros
Que hacen guardia sobre los viñedos.
Si te dicen que caí, me fui
Al puesto de Dominique.
Imposible el alemán, y están
Presentes los Rabobank.
Volverán las rabas y el Martini
Que no te los puedes perder
Y en la playa tías sin bikini
Con mucho para ver.
Volverán mochilas abertzales
Que traerán botellas del Añares
¡Arriba rabos, a vencer
que el Rabobank empieza a beber!
Como no podía ser de otra forma, el himno del Rabobank suscitó la hilaridad de los presentes, y sin lugar a dudas contribuyó a que la travesía pirenaica que tantos esfuerzos nos había costado tuviera un final como se merecía. Yo, tan feliz como los demás, me acordé en silencio de dos conspicuos falangistas: del periodista guipuzcoano de origen y bilbaíno de adopción Pedro Mourlane Michelena, coautor de la letra original, y del músico guipuzcoano maestro Tellería natural de Zegama, gracias a cuyo concurso me pude inspirar en una canción que, como todos los que peinamos canas recordaremos, en los gloriosos tiempos del franquismo era de obligado cumplimiento.
Amanecer en Cegama (Cara al Sol) - Juan Tellería Arrizabalaga