No recuerdo si fue a raíz de mi primera comunión, que solía hacerse cuando tenías siete años, o fue por algún otro motivo, que me regalaron un disco single, que es como se les llamaba antes a los discos de vinilo de 45 r.p.m., es decir, revoluciones por minuto. No recuerdo si fue el segundo disco single que hubo en mi casa después del de Beniamino Gigli, pero por ahí andaría.
En la portada se veía a un señor disfrazado de aldeano vasco, es decir, como se suponía que vestían los aldeanos vascos, con txapela, con blusa, con pantalones de mahón, y con abarcas y calcetines gordos de lana, de los que llamábamos chapines. Además, exhibiendo una notoria cara de chiste.
El contenido no era musical, sino una serie de monólogos recitados en castellano pero con un notorio acento vasco, me atrevería a afirmar que vasco vizcaíno; lo digo porque su forma de hablar guardaba una semejanza notoria a la de mi abuela Jacinta y su hermana Eugenia, de lo cual hablaré después.
En aquella época, con la posguerra de la Guerra Civil dejada atrás no hacía demasiado tiempo, el mundo del euskara y de la cultura vasca pasaba por enormes dificultades. No existían los canales de difusión que existen ahora; la enseñanza infantil y primaria en euskara estaba en mantillas, y se levaba poco menos que de forma clandestina; el euskara estandarizado o unificado (batua) no existía, pues faltaban casi diez años para que se celebrara el congreso de Aránzazu que sentó las bases de lo que sería en el futuro... además, las personas que, sin ser su lengua materna, habían aprendido el idioma vasco eran muy pocas, bien por falta de medios o por otras causas.
En aquel contexto, mucho de lo que se sabía sobre el mundo vasco se recibía en castellano. Unas veces de una forma, otras de otra. Unas veces con mejor intención, y otras, quizás, no tanto. Uno de los “géneros literarios” que estaba de moda era el recitado de “sucedidos” imitando el acento vasco, no solo con la intención de “contextualizar” el contenido, sino a veces con el interés expreso de buscar la risa fácil a base de ridiculizar no solo el acento, sino también las frecuentes incorrecciones gramaticales que cometían las personas, sobre todo de cierta edad, que teniendo el idioma vasco como lengua materna, carecían de una práctica suficiente en castellano y no se habían alfabetizado ni en una lengua ni en la otra.
Uno de los más famosos utilizaba como sobrenombre Txomin del Regato. ElRegato es un barrio de Barakaldo, bastante apartado del núcleo urbano principal. Pero el tal Txomin ni se llamaba Txomin ni era del Regato. Hay que reconocer que no carecía de éxito. Yo recuerdo haberlo visto alguna vez actuar en directo en las fiestas de algún sitio, aunque no podría decir ni dónde, ni nada de lo que dijo.
Este tipo de personajes, como es lógico suponer, despertaba la ira de las personas que tenían a bien ensalzar el idioma, la cultura e identidad vascas por considerarlas como propias, a la vez que provocaba la risa fácil de muchos otros que, con mala intención o sin ella, tenían mucho menos ligazón afectiva o vivencial con el País Vasco, con su lengua, sus raíces y su idiosincrasia. Para hacerse una idea de esto, querría traer a colación un fenómeno cinematográfico de hace pocos años, que causó furor en su día rompiendo más de un record de taquilla. Me estoy refiriendo a la película “Ocho apellidos vascos”, cúmulo de tópicos y de humor de gusto dudoso que consiguió a pesar de todo llenar las salas de proyección. Cada uno es muy libre de juzgarlo a su estilo. Yo, por mi parte, me he permitido entresacar de internet un trozo de un artículo que he encontrado sobre el susodicho Txomin del Regato publicado en el diario “El Correo”, escrito por uno de esos intelectuales del españolismo ilustrado que pululan por nuestro país, que aunque no son muchos tienen la suerte de que gozan de loas, parabienes y apoyos de más de un poderoso caballero. Creo que el texto que sigue se explica por sí solo:
El humor de Jesús Prados -así se llamaba el padre de Txomin del Regato- llegó a ser considerado como una 'humillación franquista al pueblo vasco' por cierto sector elitista del nacionalismo, por el más refinado e ideológico; por ese tipo de nacionalismo pijo-guipuzcoano-afrancesado que es el más ilustrado pero también el más radical y etnicista. Tal denostación tenía algo de exagerada porque la verdad es que aquel personaje era popularísimo en el País Vasco. Recuerdo a una familia nacionalista a cuya casa iba a jugar de crío que escuchaba a Txomin del Regato con devoción y hasta con un aire de clandestinidad, casi como si escucharan Radio París.
Al menos hasta donde yo sé, Txomin del Regato no se escuchaba en la clandestinidad, sino todo lo contrario. En fin, ya se sabe que, a veces, en aras de “colorear” un texto escrito se acaba pintarrajeándolo. Pero bueno, vayamos al grano: Lo que quería decir, y perdonad que haya tardado tanto en hacerlo, es que el señor vestido de aldeano que aparecía en la portada del disco que me regalaron no era Txomin del Regato, sino otro.
Se llamaba Ramón Varela. Al igual que al mencionado antes, también a Ramón Varela lo he buscado en internet, y debo reconocer que me ha costado bastante dar con él. No obstante, me he enterado de que se llamaba Ramón Varela Zubelzu, y que tenía un hermano llamado Isidro, también humorista. No he encontrado nada más aparte de la reseña de un libro de breves diálogos teatrales, cuyos autores son ambos hermanos, publicado en el año 1954 por la librería e imprenta Verdes, de rancia estirpe bilbaína; libro que, por otra parte, parece estar agotado.
Lo de Ramón Varela resultaba curioso. Porque si bien, al igual que Txomin del Regato, enfatizaba las “peculiaridades” de los vascos hablando castellano, por otra parte utilizaba un lenguaje culto, con amplio vocabulario y con expresiones que rebasaban el marco de la lengua coloquial. De hecho, me atrevería a decir que, más que debido a una ignorancia del castellano, las “peculiaridades” del lenguaje del texto eran una trasposición de las estructuras sintácticas y fonéticas de la lengua vasca a otro idioma diferente. Y esto, qué duda cabe, suponía que conocía bien la lengua vasca, pues en caso contrario habría resultado imposible. Lo de sustituir la “z” por la “s” era obligatorio. También cambiaba el género de los sustantivos de vez en cuando, pero luego había otras expresiones curiosas como, por ejemplo: “Anoche sin ir más lejos” , o bien: “¿Estás tonto o qué?”
Pero, además de esto, los monólogos del disco, lejos que quedarse en el tópico más o menos manido, hacían gala de un humor lleno de fina ironía. El problema era que yo, con mis siete añitos, apenas si entendía los textos, máxime teniendo en cuenta que dos de los cuatro tenían como motivo principal las desavenencias conyugales, motivadas entre otras cosas porque el marido llegaba de la taberna bastante cargadito, y además a deshora: En una de esas afirmaba, nada más llegar a casa, que no eran más que las doce menos diez, justo en el momento que la campana del reloj de la iglesia daba las dos de la mañana. Increpado por su mujer, contestaba:
- ¿Y dose menos dies, cuantos son pues, mujer?
A pesar de que intentaba entrar a oscuras, y descalzo para no hacer el menor ruido que alertara su mujer, esta siempre se daba cuenta. Al final, un día le sembró de “chatuelas” el pasillo, con lo cual, se supone, se acabaron los trasnoches.
En otro sucedido, llamado juicio de faltas, el juez de la aldea llamaba uno por uno a los supuestos testigos de una trifulca protagonizada por un matrimonio que no se llevaba bien. Pero al final todos los testimonios acababan igual:
- ¿Usted lo ha visto? ¿no? ¡Pues siéntese!
Al final, apareció una “testiga”, expresión que ahora, con eso de la igualdad de género y del lenguaje inclusivo, a lo mejor es correcta, igual que médica, concejala o ingeniera. Pero en aquella época sonaba más a juicio de aldea:
- Ansianita la pobre. ¡Asérquese, asérquese!
Al parecer la ancianita sí que había visto algo, y contó una especie de batalla espacial según la cual el marido le decía a su mujer que había visto un platillo volante (se supone que porque le había dado más de la cuenta al trinqui), y la mujer le respondió tirándole una “casuela más volante entoavía”.
Después de dar su testimonio, la “ansianita” le pregunta al juez:
- ¿Usted lo ha visto?
- ¿Yo? ¡No, señora!
- Pues siéntese señor jues.
El monólogo estrella, por cierto, el único que logré entender bien, era un poema escrito en versos octosílabos, llamado “El milagro”. Se refería a un tal Erruperto (En euskara no existen palabras que comienzan con “r”, por lo cual se les pone delante una vocal a la que se denomina vocal protética). El personaje principal era un pobre diablo que trabajaba en la obra de peón, y que siempre andaba escaso de dinero. Le pidió a San Roque que hiciera un milagro, y que le diera dos duros. Pero he aquí que, por una suerte de sortilegio, metió la mano al bolsillo, y no sacó dos duros, sino diez.
Lo primero que hizo el tal Erruperto fue ir a la taberna con ánimo de gastar el dinero por todo o alto:
Ya está Erruperto en la tasca
Tirando la boina al aire
Y con rumboso donaire
Bailando una jota vasca.
Entre otras cosas, le pidió a Martina, la tabernera, una cola de lubina y media de “peleón”. Pero, por desgracia...
En aquel preciso instante
Que Erruperto está viviendo
Como tisis galopante
Entró un chiquillo corriendo:
“Erruperto, déjate de esos gorrones
Y vente a la obra corriendo”
¿Pues qué pasa?
“Que en vez de tus pantalones
Te has puesto los del listero”.
Todos los sucedidos acababan con una moraleja. En este caso venía a decir que el pobre Erruperto se había quedado corto poniéndose los pantalones del “listero”, que sería una especie de capataz, teniendo por ahí los de banquero.
Tanto me gustó la poesía de Erruperto, mucho más larga que lo que he contado aquí, que al final acabé aprendiéndola de memoria. En buena ley, el recuerdo del disco de Ramón Varela no guarda una relación directa con la música, pero me he permitido incluirlo aquí porque es mi primer recuerdo literario. El primer recuerdo que tengo de haber oído, aprendido y disfrutado, un texto literario. Y quiérase o no, la música y la literatura van unidas. En la ópera, y en otras muchas cosas de la vida.