El “Reader’s digest” es una revista norteamericana fundada hace unos cien años, y que según creo se sigue publicando en la actualidad. Desconozco si tiene mucha aceptación o poca, o si la tiene mayor o menor que en el pasado. Solo sé a ciencia cierta dos cosas: que la edición castellana llevaba por título “Selecciones del Reader’s digest”, y que mi madre era suscriptora, lo que según recuerdo prolongó hasta su fallecimiento. Cada mes la recibíamos en casa, y debo confesar que durante mi infancia yo era uno de sus más conspicuos lectores, lo cual me sirvió para ampliar mi horizonte cultural a la par que para fomentar mi americanismo gracias al tufo de guerra fría que destilaban muchos de sus artículos.
Pero no era del sesgo de la revista de lo que quería hablar, sino de otra cuestión que el “Selecciones”, así era como lo llamábamos de forma coloquial, compartía con otras publicaciones: Al inicio de los años sesenta, una vez que España empezó a levantar cabeza después de la Guerra Civil, y un porcentaje nada despreciable de la población pudo ocuparse de algo más que de subsistir, surgió la necesidad de ofrecer a ese sector de población no solo productos materiales sino también intelectuales, porque de hecho había demanda. En ese mismo empeño se encontraban, por ejemplo, el llamado “Círculo de lectores” una especie de fondo bibliográfico que te permitía adquirir de forma periódica libros por un precio módico; o lo mismo la colección “Libros de RTV”; sin olvidarse de la infinidad de enciclopedias que se iban completando por fascículos de aparición semanal.
Había ganas de cultura, en una época en la cual, al no existir soportes digitales, esta se transmitía mediante el papel; lo que tenía la particularidad, o si se prefiere el inconveniente, de que el papel, aparte de aguantarlo todo, era inmutable al menos hasta que lo devorasen las ratas o cualquier otro bicho. Las enciclopedias, entre las cuales el Espasa-Calpe se llevaba la palma de solidez, rigor y pesadez, daban prestigio a cualquier familia que se preciara, porque en una simple estantería eran capaces de condensar todo el saber universal.
Visto a posteriori, todo esto parece ridículo. Pero no hay que ser demasiado severo en el juicio que se emita: Todo el mundo, desde el más erudito hasta el más común de los mortales, echaba mano de las enciclopedias, como por ejemplo Jorge Luis Borges según confesión propia. Y puestos en el campo de la ficción, el comisario Jaritos, personaje creado por Pietros Markaris, autor de novela negra, se revela como un apasionado consultor de un diccionario, no sé si enciclopédico o no, de edición griega.
He comentado ya que la literatura ha ido casi siempre acompañada de la música, porque tanto una como otra se consideran pilares de la cultura universal. Los editores del “Selecciones” lo sabían muy bien, y por ello, al tiempo que publicaban un ejemplar mensual de la revista, lanzaban ofertas de colecciones de discos que cumplieran en el ámbito musical el mismo cometido que el texto en papel lo hacía en el literario.
La primera vez que mis padres sucumbieron a la tentación de las ofertas musicales del “Selecciones” fue para adquirir una colección de doce discos de vinilo titulada “Las Obras Maestras de la Música” en un precioso álbum con portada dura que reproducía un cuadro de Goya. ¿Con quién empezaban las obras maestras de la música a juicio del Selecciones? Con Johann Sebastián Bach, que dicho sea de paso no es ni mucho menos un mal punto de partida. ¿Y qué obra de las numerosísimas de dicho autor sería la más apropiada para dar inicio a una colección de divulgación de la música clásica? Coincidiréis conmigo en que la Tocata y fuga en re menor para órgano, probablemente su obra más conocida, resultaría demasiado seria, solemne, y no muy apropiada para escucharla en el tocadiscos familiar una y otra vez. Lo mismo podría decirse de las pasiones, de las cantatas o de los oratorios. Había que recurrir a algo más ligero, y para ello los Conciertos de Brandenburgo ofrecían una posibilidad estupenda.
Los editores de la colección se habían inclinado por el primero, en fa mayor. Es posible que no sea la obra más apropiada para hacerse una idea de lo que supuso J. S. Bach en el campo de la música europea y de parte del extranjero; y digo esto porque hasta muchos años después de escuchar por primera vez en mi casa el concierto número 1 de Brandemburgo, no comprendí la razón de por qué a J. S. Bach se le llama el padre de la música, ya que si bien su prole fue numerosa, su obra es impresionante.
Handel es más “llevadero” No en vano fue músico de corte en el Londres dieciochoesco. La música acuática quedaba en la colección de maravilla.
A Bach y a Handel siguieron Haydn, Mozart, Beethoven, Schubert, Brahms, Tchaikovsky… llegando incuso hasta Sibelius, fallecido en 1957, es decir, muy poco tiempo antes de que la colección llegara a mi casa, con lo cual se daba la circunstancia de que el acervo de música clásica parecían compartirlo músicos que habían vivido hacía siglos con otros que, como quien dice, estaban vivos hasta ayer mismo. Esta
circunstancia, que para un adulto podría no significar nada en particular, para un niño que tenía una noción del tiempo muy distinta, tanto del relativo a períodos cortos como del que podríamos llamar tiempo histórico, no dejaba de resultar chocante, sensación acentuada además porque individuos ataviados con pelucas de tirabuzones, como las que incluso había contemplado en alguna película de época, compartían acervo musical con otros que, si bien por su aspecto podrían parecer más “actuales”, su expresión grave propia de individuos “importantes” no hacía sino confirmar la hipótesis de que la música clásica, dentro de la cual aún era yo incapaz de diferenciar períodos, estilos, escuelas y matices, constituía un bloque homogéneo que perduraba desde la más remota antigüedad hasta nuestros días.
El resultado fue que un crío de menos de diez años se fue convirtiendo en un conspicuo admirador de la música clásica, entre otras razones porque había comprendido que aquella era la música que “merecía la pena”. Gracias a Beniamino Gigli, al Trovatore, a la colección de las Obras Maestras de la Música y a algún otro disco del que hablaré después, me convertí en un niño cuyo nivel de erudición musical superaba con creces el de la abrumadora mayoría de congéneres, ya que si bien en el campo literario podrían estar las cosas más igualadas, en el musical la diferencia era abrumadora.
Bien fuera por la ausencia absoluta de educación musical en la enseñanza obligatoria, bien porque las preferencias de la población “de a pie” iban por otros derroteros, tendencia además acentuada por la propaganda radiofónica que ya en aquella época estaba muy boyante, la música clásica no solo resultaba una total desconocida para la mayoría de la sociedad, sino que además, haciendo gala del atrevimiento propio del ignorante, se la consideraba tediosa, absurda e incluso propia de genios estrafalarios, como el sordo Beethoven; el niño portentoso Mozart, que a pesar de todos los pesares se creía que tuvo una infancia de lo más desgraciada; italianos de apellidos sonoros como Paganini, Toscanini o Puchini; o peor aún, eslavos como Paderevski, Penderevski o Tchaikovski, nombres estos últimos que, aun sin saber a ciencia cierta nada de ellos, al vulgo le sonaban “de oídas”.
A las obras maestras de la música siguió al cabo de pocos años otra colección, también del Selecciones, llamada “Gran Festival de Música Selecta”. Aquí se hacía hincapié en autores más recientes, como Stravinsky, Saint Säens, e incluso otros menos conocidos como Von Suppé, que con su carga de la caballería ligera producía el efecto de sentirme henchido de entusiasmo.
Y por si esto fuera poco, al adquirir la colección tenías la suerte de recibir un disco de regalo. Una vez fue una selección de ballets de ópera, como os podréis figurar la mar de pegadizos: Fausto, Sansón y Dalila, Aida… La siguiente vez fue algo más serio: El Concierto numero 1 en mi menor de Chopin para piano y orquesta, en interpretación como solista de Arthur Rubinstein acompañado por la Orquesta Sinfónica de Los Ángeles dirigida por Alfred Wallenstein.
No sé cuál fue la razón, pero ocurrió que el disco de Chopin me causó un impacto tremendo. Bien es verdad que ya conocía un poco de su obra, pues en la citada colección de las Obras Maestras de la Música se incluía una suite orquestal de ballet de “Las Sílfides”, lo cual, como cualquier melómano sabe, no es lo más adecuado para hacerse una idea de la obra del genial polaco. Por el contrario, el concierto número 1, al parecer compuesto por un joven de apenas veinte años, e interpretado además por el pianista chopiniano por excelencia, nos introducía en el Chopin más romántico y, si se quiere, mas genuino.
No me he considerado jamás una persona romántica, sino mas bien lo contrario. Sin embargo, el susodicho disco tuvo el efecto de excitar mi vena sentimental de niño hasta unos niveles que jamás he alcanzado con ninguna otra obra. Hasta tal punto que ese disco es uno de los más preciados iconos que conservo de mi vida pasada que, como ocurre con la mayoría de los iconos que guardamos celosamente a lo largo de los años, poco a poco van perdiendo su significado y su impacto emocional, pero nunca acaban perdiéndolo del todo.
Algunos años después de aquello, no muchos viéndolo desde mi edad avanzada actual, en el otoño de 1970, siendo ya un muchachito de dieciocho años, tuve oportunidad de escuchar al propio Arthur Rubinstein en directo, nada menos que en el propio Bilbao, en la desaparecida Sala Astoria situada en la Plaza de Campuzano. Recuerdo que la entrada constaba diez pesetas, un precio muy bajo ya para la época. La sala estaba a rebosar, y el maestro nos ofreció un concierto con obras conocidas, como la sonata “Apassionata” de Beethoven, o el “Nocturno en mi bemol mayor” del citado Chopin.
Muchos años más tarde, estando ya retirado, visité la cartuja de Valdemosa, en la isla de Mallorca, y dentro de ella la habitación que ocuparon Frederic Chopin y Aurore Dupin, de sobrenombre George Sand. Me llamó la atención que tanto la propia cartuja como el pueblo son bastante fríos; y más todavía me impresionó el piano que utilizó Chopin para componer gran parte de sus obras, un piano vertical por el cual nadie daría hoy más de cien euros, a no ser por su valor histórico y, si se quiere, anecdótico.
Al igual que me ha ocurrido cuanto visité escenarios que en su día fueron habitados por personajes famosos que realizaron grandes hazañas o pergeñaron obras maestras, como por ejemplo la casa de Rembrandt, el barco del explorador Amundsen, la chalupa del también explorador Shakelton, con la que debió de recorrer unos cuantos miles de millas en el Océano Antártico para conseguir que alguien fuera a socorrer a los miembros de su expedición aislados en una pequeña isla; y lo mismo el piano de Chopin o incluso alguna cápsula de astronautas, siempre me ha llamado la atención la sencillez e incluso el carácter espartano de los mismos, lo cual si cabe da mayor mérito a los respectivos protagonistas, ya que al fin y al cabo sus grandes logros que pasaron a la historia dependen más de ellos mismos como persona que de cualquier otra cosa.
Pero dejando al margen estas consideraciones que no sé si vienen o no a cuento, el verdadero efecto que produjeron las colecciones del “Selecciones”, a la par que otros discos análogos de aquella época, fue convertirme en un niño “diferente al resto”, es decir, alguien con unos gustos y unas preferencias distintas a los demás. Porque si la música es la rama de las bellas artes que más llega al alma y, por tanto, la que más influye en la formación de la personalidad del ser humano, el que prefiriera un género musical que el resto de mis congéneres ignoraba e incluso menospreciaba tuvo el efecto de distanciarme de ellos.
Se podrá argumentar, con toda la razón del mundo, que existen muchísimas personas que, aun apreciando y conociendo como el que más la música clásica, no por ello han dejado de interesarse y de sentirse ligados emocionalmente a aquellas canciones y géneros de actualidad en cada momento, lo cual les ha venido bien para establecer puntos en común y ligazones afectivas con las personas cercanas a ellos. Por eso me queda la duda de si mi temprana vinculación a la música clásica fue la causa o la consecuencia de una actitud de aparecer y de manifestarme hacia los demás desde una posición distante, propia de alguien que no acaba de creerse las leyes, o más aún, de hacer propios los sentimientos y valores compartidos por la “tribu”, a través de los cuales cada uno de sus miembros se siente partícipe de dicho colectivo humano.
Sea como fuere, la cuestión es que esa actitud, con mayor o menor intensidad, me ha acompañado siempre. Bien es cierto que a lo largo de mi vida he compartido con otras personas tareas, opiniones, ideales, amistades o enamoramientos. Lo he hecho con el mismo entusiasmo y dedicación que cualquiera. Pero la diferencia estaba en que a mí, al contrario que a muchos, la “música” de la tribu no me ha gustado nunca. Ni antes, ni ahora.
Todavía conservo en un rincón de mi casa, medio desvencijado y lleno de polvo, el álbum de Las Obras Maestras de la Música. Al del Gran Festival de la Música Selecta le falta la portada, aunque los discos siguen en su sitio. De golpe me ha venido a la memoria, según estaba escribiendo estas líneas, el famoso cuadro “Le Moulin de la Galette” de Auguste Renoir, como una especie de destello que por un instante me ha permitido imaginar el citado álbum en el mismo buen estado que cuando mis padres lo adquirieron. Si ese recuerdo no me engaña, era lo que se veía en la portada. Cualquiera sabe.