Las cosas no eran lo mismo antes que ahora. Ni para los adultos, ni para los niños. Ahora se habla mucho de derechos del niño, de la protección del menor, del interés superior de este frente a otro tipo de razones… pero la sensación que tenía yo era que los niños no teníamos ningún derecho.
¿Por qué digo esto? Porque cualquier adulto se sentía con ínfulas para tratar a los niños como le diese la gana, unas veces con razón y otras sin ella. Tenías que soportar de los adultos invectivas, desprecios, burlas e incluso a veces agresiones físicas. Pero lo peor era que, amparados en ese precepto más o menos difuso de que había que obedecer a los mayores, se suponía que cualquier adulto podía ordenar a un niño lo que quisiera, y que este tenía que actuar en consecuencia. Resumiendo: que la categoría de niño era pareja a la de siervo, o incluso esclavo, de otras épocas más o menos recientes.
Tampoco era de extrañar que ocurriera así, porque tanto el ordenamiento jurídicolegal como el religioso de obligado cumplimiento estaban plagados de prohibiciones y amenazas. Del ordenamiento político mejor ni hablamos. Me atrevería a afirmar que si en la época franquista de mi niñez la ciudadanía adulta de a pie estaba cautiva, desarmada y privada de libertad, los niños éramos los cautivos de los cautivos.
Alguien dirá, y seguramente no exento de razón, que ahora se ha caído en el extremo opuesto: los niños y los jóvenes, o al menos gran parte de ellos, no piensan más que en sus derechos y no creen tener ninguna obligación, aparte de que son descarados, insubordinados y egoístas; y que gran parte de la culpa la tienen los padres que, habiéndose sentido oprimidos en su infancia, cuando llegaron a la edad adulta actuaron con sus hijos justo de forma contraria, más de una vez cayendo en exageraciones por el lado opuesto. Y con los hijos de quienes se educaron en ese laisser faire todavía ocurre algo peor, ya que encima no han conocido nada más en su vida. Sea como sea, no es este el lugar para polemizar sobre estos temas. Solo quería resaltar lo que ocurría en la época de mi niñez para explicar otras cosas.
Por ejemplo el currículo educativo; es decir, lo que se enseñaba y cómo se enseñaba en las escuelas, institutos y colegios privados, la mayoría de estos últimos de carácter religioso. Aparte de lo que he mencionado antes sobre el ambiente general, la pobreza de medios en los centros escolares, así como la metodología pasiva y memorística y el autoritarismo del estamento docente, eran una constante. Si en la calle no tenías ningún derecho, en la escuela o en el instituto las cosas no eran muy diferentes.
Además, el currículo tenía un montón de carencias: la educación física se daba, al menos en los chicos, a golpe de silbato, unas veces para repetir los movimientos de la gimnasia sueca y otras para lanzarse en plan kamikaze a saltar el potro, el plinto o el caballo; auténticos aparatos terroríficos excepto para los superdotados en la disciplina correspondiente. La educación plástica se limitaba a copiar armados de lápiz y goma de borrar unas láminas que representaban dibujos hechos por otras personas; y la educación musical se reducía a cantar a capela junto con el maestro o la maestra; con mejor o peor oído, con mejor o peor voz, con mejor o peor ritmo o con mayor o menor atrevimiento, pero cada uno haciendo lo que podía, y nada más.
¿Qué era lo que se cantaba? Básicamente, canciones de dos tipos: las patrióticofascistas como el Cara al Sol, el Prietas las Filas o el Himno Nacional con la letra falangista compuesta por José María Pemán. Y por otra parte, las religiosas habituales en las misas, que como estas eran de obligado cumplimiento acabábamos aprendiéndolas sin sentirlo.
Una de las particularidades del sistema educativo era que, a partir de los diez años de edad, los caminos se bifurcaban: los más inteligentes, o los de familias con más posibles, comenzaban un bachillerato que duraba siete años, el cual se impartía “por oficial” en los institutos o en los colegios privados “reconocidos”, casi todos ellos de postín; o “por libre” donde se pudiera. Y el resto del alumnado permanecía en la escuela otros cuatro años más, un poco mareando la perdiz porque después de la bifurcación ya no se enseñaban cosas nuevas, hasta que una vez cumplidos los catorce, que era la edad obligatoria para salir de la escuela, se ponía a trabajar de aprendiz o de recadista, o como mucho ingresaba en una escuela de oficialía profesional. Yo empecé en el instituto al poco de cumplir los diez años. Allí todo era mucho más difícil que en la escuela: más libros; más profesores cada uno de su asignatura sin que uno con otro tuvieran nada que ver; más cosas que estudiar; más peligro de suspender sin que nadie te ayudara si los estudios se te ponían cuesta arriba; silbato, potro y plinto en grandes dosis en las clases de gimnasia… y nada de educación musical.
Ya he dicho que la falta de derechos brillaba por su ausencia, y que tenías que obedecer en todo lo que te mandasen. Al menos nos dejaban un recreo de media hora, que con tanto estrés como teníamos lo agradecíamos sobremanera. Pero, al igual que ocurre con frecuencia en las cárceles, por la razón que fuera te podían privar del recreo cuando quisieran, o incluso obligarte a permanecer más tiempo en el instituto una vez finalizada la jornada ordinaria.
Aún así, bien está reconocer que el edificio del instituto, obra del que fue arquitecto municipal de Bilbao Ricardo Bastida, era soberbio. Por dentro y por fuera. Las paredes de las clases estaban cubiertas por armarios de vitrina que contenían multitud de cosas interesantes como animales disecados, utillaje de laboratorio de física y de química, hombres clásticos y esferas terrestres, aunque también es verdad que jamás tuve ocasión de utilizar ninguno de tales objetos en alguna clase. Pero a donde quería llegar era a que en mi aula de primer curso de bachillerato había también un armonio, aunque cerrado con llave a cal y canto.
Cierto día, al poco de mi estreno como estudiante de bachiller, de golpe y porrazo nos ordenaron que teníamos que permanecer en el aula después de terminadas las clases. Y entonces apareció un señor alto, flaco, con gafas y de pelo blanco, que abrió el cierre de persiana del armonio, se sentó delante y nos ordenó que cantásemos de uno en uno.
Si ahora soy un músico mediocre, con diez años de edad era un músico pésimo. Quiérase o no, a fuerza de trabajo he mejorado un poco, incluso cantando. A pesar de que la voz nunca me ha acompañado mucho, al menos puedo afirmar que con el tiempo he conseguido educar el oído; si bien ahora, en la antesala de la vejez, parece ser que cada vez oigo menos. Y cuando aquel señor nos mandó entonar el himno “Cantemos al amor de los amores”, que en aquella época solía ser habitual en las misas mientras los fieles comulgaban, yo fui uno de los que primero pudo marcharse a su casa. Unos días después me enteré de que el señor que tocaba el armonio era el director del coro del instituto, y que en la prueba consiguiente para reclutar nuevas voces había quedado eliminado a la primera de cambio. Contra lo que pudiera parecer en principio, aquello era bueno para mí, porque los ensayos del coro se hacían durante el tiempo de recreo, y como consecuencia los “escogidos” tenían que fastidiarse un día sí y otro también sin poder jugar a fútbol o a corretear en el fabuloso patio del instituto, que es lo natural para hacer a la hora del recreo cuando no eres más que un crío pequeñajo.
El director del coro era nada menos que el maestro Timoteo “Timo” de Urrengoetxea, uno de los más conspicuos músicos bilbaínos que tenía entre otros méritos el haber compuesto el himno del Athletic que se cantaba en aquella época, que no era el mismo que el actual, como tampoco era igual el nombre del equipo, pues entonces no era el Athletic sino el Atlético de Bilbao.
El himno de antes tenía un aire de bilbainada, que es un género musical, como su propio nombre indica, muy de Bilbao. La mayoría de las bilbainadas tienen una letra en castellano, y el himno también: Empieza diciendo que “Tiene Bilbao un gran tesoro” y después de afirmar que el Athletic es “el rey del fútbol español” anima a todos “los bilbainitos a cantar a nuestro club con gran amor”. El himno termina con el consabido “Alirón”, que es una interpretación local del inglés “All Iron” expresión que al parecer tiene su origen en las minas de Ortuella y Gallarta, y que indicaba que se había encontrado una buena veta de hierro. De ahí pasó a convertirse en el grito de ánimo al Athletic tal y como se conoce en la actualidad.
Las bilbainadas se cantaban antes mucho más que ahora, aunque justo es decir que antes se cantaba más de todo. Supongo que habrá varias razones para ello, como por ejemplo que ahora la gente cada vez se comunica menos entre sí, que entre internet y los teléfonos móviles cada vez nos hacemos menos caso los unos a los otros, o que la gente se muestra con menos naturalidad en público. Pero, aparte de todo eso, a mi me parece que las canciones que, desde tiempo ha, empezaron a ponerse de moda en el hit parade son en general poco cantables, al contrario, por ejemplo, de las bilbainadas, de las zarzuelas y de otros géneros de los que hablaré en otro momento.
Cuando se celebraban en mi familia la Navidad y el Año Nuevo, todo el mundo se reunía alrededor de la mesa: mis padres, mi hermana, mi abuela, mi tía Feli, enfermera, cuando no tenía guardia, que también vivía con nosotros, y reforzados además por mi tía Eugenia, hermana de mi abuela, que venía de invitada y que era la que tenía más marcha de todos. Y como resulta que antes se cantaba más que ahora, y encima en tales días festivos no había preocupación por que se oyera demasiado ruido, en la sobremesa nos poníamos a cantar. Una de nuestras favoritas pertenecía a la zarzuela Los sobrinos del Capitán Grant, que a ritmo de habanera venía a decir los siguiente: “No hay mejor placer que el de navegar: nunca en tierra se gozó como se goza en el mar.”
He dicho antes que el himno compuesto por Timoteo de Urrengoetxea ya no es el que está vigente, porque el actual se adapta mejor “a los nuevos tiempos”. A lo mejor con su himno pasó exactamente lo mismo, porque antes de este ya existían unas cuantas canciones dedicadas a ensalzar las hazañas del que se dice que ha sido el primer club de fútbol creado en el Estado Español, en pleno siglo XIX. Y así ocurría que, en nuestras celebraciones navideñas, aparte de los trozos de zarzuela, las canciones referidas al Athletic nunca faltaban. No el himno actual, por supuesto, ni siquiera el del maestro Urrengoetxea, sino otras más antiguas. Había una, por ejemplo, que glosaba cierta alineación, supongo que del año de Maricastaña: Aupa Txirri, aupa Chato, Goros Pitxi Kareaga y Blasco. Castellanos, Bata y Felipés, Roberto, Mugerza, y el míster inglés. Yes, yes, yes.
Todos los aficionados saben que hace una porrada de años los entrenadores del Athletic siempre solían ser ingleses. De ahí que al entrenador se le conozca de forma coloquial como “El Míster”. Y sobre los jugadores que he citado, puede que me haya equivocado en algún nombre. Pero es que los años no perdonan…
El “Athleti” ha ganado la copa jugando al Barcelona el partido final. No sé a qué año se referirá, pero por desgracia las ultimas veces que el Athletic ha disputado una final con el Barça ha salido trasquilado. También había otra que decía: Doce veces ha llegado el Athletic a campeón (…) y si dentro de otro año otra vez vuelve a triunfar, ni con la camisa de fuerza lo podrán ya sujetar. Y al final, como siempre: Alirón, Alirón, el Athletic es campeón. Esta última había que cantarla, para que quedara bien, “al estilo vasco”, es decir, pronunciando la “c” como “s”.
Pero mi favorita era una que se refería a un tal Cecilio Ibarretxe: Ay Cecilio, Cecilio Ibarretxe, que están echando leches los de San Sebastián. Y seguro que para aliviar las penas, le nombran al Arenas la sucursal. Pero como antes la gente era más comedida en el lenguaje, más aún delante de niños, en lugar de “leches” en mi casa decían “pestes”, que no rima tan bien pero valía para salir del paso. Muchos años después conocí, entre multitud de obras de arte dedicadas al equipo que todos los bilbaínos llevamos en el corazón, una obra del pintor José Arrúe, en la cual, con su estilo peculiar un tanto caricaturesco, aparecen todos los jugadores del Athletic puestos en fila, y en medio de ellos un guardameta notoriamente más alto que el resto; el cual, según mis noticias, era nada menos que Cecilio Ibarretxe.
Mi tía abuela Eugenia Arostegi, nacida en el siglo XIX y fallecida con más de noventa años, era la auténtica animadora de nuestras veladas familiares. Al contrario que mi abuela, típica “etxekoandre” es decir, ama de casa que jamás fue otra cosa, su hermana Eugenia tenía mucho más mundo, al menos el mundo que iba desde el caserío de Deustu, que entonces era municipio independiente, hasta el centro de la villa bilbaína incluyendo el Mercado de la Ribera en el cual vendía la verdura de la huerta, lo cual no era poco mundo para la época.
Todo esto pertenece a los recuerdos de mi niñez, una niñez que está ya muy lejos. Y los recuerdos que menciono, además, eran ya viejos cuando yo era niño. Son, por decirlo de alguna manera, lo viejo de lo viejo. Es por ello que, me temo, la mayoría de los actuales aficionados del Athletic no sepan nada de todo esto.
Ahora el himno es otro, obra de otro músico de renombre: nada menos que el maestro Carmelo Bernaola, tocayo mío aunque no nos unen lazos familiares. Creo que no es necesario que mencione nada de él por ser de sobra conocido. El himno actual, como he dicho antes más apropiado para los nuevos tiempos, ya no está en castellano, sino en euskara. No sé si Timoteo de Urrengoetxea fue al autor solo de la música o también de la letra del himno anterior. Pero en cuanto al himno actual sé que el autor de la letra no fue Carmelo Bernaola, sino Antón Zubikarai, natural de Ondarroa y él también músico relevante. Cuando falleció asistieron a su funeral auténticas figuras tanto de la música como del fútbol, como por ejemplo el director de orquesta Juanjo Mena, o el que fue miembro del grupo Itoiz y director del centro Musikene Juan Carlos Pérez. Sin olvidar a José Ángel Iribar, probablemente el jugador más emblemático que haya tenido el Athletic a lo largo de su historia, con el permiso de Pichichi y de algún otro.
Yo también asistí al funeral, a causa de mi amistad con una hermana del finado que, por desgracia, también ha fallecido ya. Y a la salida del funeral me ocurrió una anécdota que, en un ambiente de duelo, al menos hizo que tanto mis acompañantes como yo pudiéramos reírnos un buen rato: Mas de una vez me han confundido personas desconocidas con uno de los integrantes del famoso grupo de música vasca ya desaparecido Oskorri, debido a un notorio parecido físico. Ocurrió que hacía poco que el grupo Oskorri, después de décadas de alegrar todo tipo de eventos celebrados en Euskadi y parte del extranjero, decidió que había llegado el momento de pasar página, con el consiguiente disgusto de miles de aficionados. Estando yo en el pórtico de la iglesia a la salida del oficio religioso, una señora de mediana edad a la que no conocía de nada se me acercó, y con un más que evidente enfado me increpó diciendo: “¡Oskorri kaput!” y sin más se fue.
Una de las características más peculiares de las canciones vascas, al menos de la mayoría de ellas, es que carecen de melismas, es decir, que a cada sílaba de la letra corresponde una sola nota y no más, al contrario que por ejemplo, el cante jondo andaluz, en el cual se puede estar diciendo “ay, ay, ay” a la vez que se cantan notas a mogollón; o lo mismo en el canto gregoriano medieval. Es verdad que no siempre ocurre esto, y menos aún en las canciones vascas de moderna factura, al igual que tampoco en el bertsolarismo, en donde más de una vez se hacen todo tipo de trampas con las melismas, con los diptongos y con otro tipo de cuestiones.
El actual himno del Athletic cumple la condición de no incluir melismas. Pero haciendo alguna trampilla que sin grandes escrúpulos me la he perdonado a mí mismo, me di cuenta de que su letra bien podía encajar con otra música muy distinta, mucho más antigua que la de Carmelo Bernaola y que la de Timo de Urrengoetxea, tal es así que ello me ha servido para bromear con más de un conocido no muy versado en temas musicales para demostrarle que el Athletic es un club de fútbol tan antiguo que incluso se cantaba su himno en plena Edad Media. Y como prueba de ello he echado mano nada menos que del Pange Lingua, compuesto, o al menos adaptado, por Tomás de Aquino. Quien conozca la música comprenderá que, a poco que se dé curso a la imaginación, nos podemos quedar todos convencidos de que, efectivamente, el Athletic es un club decano donde los haya:
Athletic gorri eta zuria
danontzat zara zu geuri-ia.
Erritik sortu zinen (ta)
maite zaitu erria-ak.
Gaztedi gorri eta zuria
zelai orle-e-egia-a-an
Zabaldu daigun guztiok
irrintzi a-alaia-a:
Athleti, Athleti, Athletic
zu za-ara nagusia-a!
A-a-a me-en
Espero que tanto el maestro Urrengoetxea como mi tocayo Bernaola, ambos desde el cielo, lo mismo que los miles, o más bien podría decir en plan bilbaíno miles de millones de hinchas del Athletic, me perdonen esta pequeña broma irreverente.