Mis nietos, al menos hasta ahora, son muy afortunados, porque en el momento de escribir estas líneas sus cuatro abuelos y abuelas vivimos cerca de ellos, gozamos de razonable buena salud, y nos desvivimos por ayudarlos para lo que precisen. Yo no tuve tanta suerte: Mi abuelo paterno falleció hará la friolera de un siglo, es decir, mucho antes de que yo naciera, porque dejó este mundo siendo bastante joven y mi padre fue el pequeño de los hermanos, y además se casó a una edad bastante tardía para la época, con treinta y seis o treinta y siete. Yo solo llegué a conocer a mi abuela materna, Jacinta, a la que menciono en algunos pasajes de esta obra.
Suele ocurrir que sean las mujeres las principales transmisoras de la historia familiar, razón por la cual sé bastantes más cosas de mi pasado materno que del otro. Mi otro abuelo, Melitón Lejarza, no murió demasiado joven, aunque sí lo suficiente para no conocer a su nieto primogénito, o sea, yo. Pero aun así, las referencias que tengo de él son muchas y variadas.
Eran tres hermanos varones, los cuales empezaron a trabajar de aprendices en los astilleros Euskalduna, a un tiro de piedra del campo del Athletic y justo donde se encuentra el palacio del mismo nombre. Acabaron siendo notables modelistas, es decir, los que elaboraban en madera la maqueta de una pieza según el plano dado para preparar después con ella el respectivo molde de fundición. Según creo, algo parecido a lo que hacen las impresoras 3D, aunque forma manual.
Pero mi abuelo Melitón, el segundo de los hermanos, además de ser un buen modelista naval era también un intelectual, uno intelectual más bien autodidacta, surgido del pueblo, que no se sabe por qué ha sido capaz de “elevarse” del nivel cultural medio de su entorno social y ha adquirido una cultura mayor que sus homónimos, hasta el punto de que debía de ser famoso por dicho motivo. En cierta ocasión, un gerifalte del astillero, no sé quién, le llamó a su despacho para interesarse por la presencia de un obrero “ilustrado” en la plantilla, supongo que en la creencia de que un obrero demasiado leído era un enemigo potencial.
Mi abuelo debía de ser aficionado a leer, entre otros, a Unamuno, Ortega y Gasset y Valle Inclán, ninguno de ellos muy políticamente correcto para la época. Por dicha razón, cuando el susodicho gerifalte le preguntó por sus lecturas preferidas, mi abuelo tuvo la suficiente rapidez de reflejos para responderle que solía leer a Menéndez y Pelayo, Jaime Balmes y Vázquez de Mella, todos ellos unos carcamales de tomo y lomo, tras lo cual recibió los más efusivos parabienes del gerifalte. Mi abuelo era tan vasco como cualquiera. Su padre, oriundo de Zeanuri, llego a Deustu buscando trabajo como peón en el astillero que he mencionado. No creo que ese bisabuelo mío se desenvolviera demasiado bien hablando castellano. Pero, al menos por lo que sé, ninguno de sus tres hijos llegaron a hablar euskara con fluidez. Aun así, creo que con Melitón ocurría además que el acervo cultural ligado al castellano, mucho más abundante, le seducía más. La literatura, la historia… y también la música.
Cuento esto porque, a pesar de no haberlo conocido en vida, creo que Melitón Lejarza fue el fundador de la tradición cultural de mi familia, tradición continuada por mis progenitores con brillantez. He comentado antes que la ópera tenía, no sé si ahora también es como antes, un indudable carácter burgués. Pero mi abuelo Melitón, para bien o par mal, no tenía nada de burgués. Más cerca de su universo estaba otro género de música, mucho menos “elitista” y mucho más cercano al sentir popular: la Zarzuela, también llamada Género Chico. Melitón debía de ser un conspicuo aficionado al llamado género chico, afición que compartía con su hija -mi madre- y con un montón de gente de la época.
Con el género chico han pasado cosas de lo más curiosas. Por ejemplo, que en fechas posteriores se le ha tachado de vulgar, incluso de chabacano, y de baja calidad musical. No niego que sea una crítica fundada, aunque por otra parte debe reconocerse que entre tanta chabacanería, a lo cual los libretos ayudaban bastante, pueden encontrarse retazos de calidad indiscutible. Esto es más o menos lo que afirmaba el famoso novelista y musicólogo cubano Alejo Carpentier en una obra suya titulada “Ese músico que llevo dentro”, la cual, salvando las distancias, tiene una estructura y un contenido parecido a esta.
Otro de los tópicos, al menos vigente por estas tierras, es que se trata de un género “españolete” donde los haya. Supongo que los lances castizos de obras como La verbena de la Paloma o La revoltosa tienen mucho que ver con ello. Pero también es cierto que músicos vascos de gran renombre, y que de chabacano no tenían nada, como Jesús Guridi y Pablo Sorozábal, escribieron zarzuelas, y obras suyas como El caserío, La tabernera del puerto o La del manojo de rosas se cuentan entre lo mejor del género.
Pero por encima de apreciaciones más o menos superficiales, lo ocurrido con el género chico me produce cierta tristeza porque, al igual que otros géneros de los cuales hablaré después, no solo se ha relegado al olvido, sino que se ha arrinconado de una forma que, diría yo, es más que deliberada, sin tener en cuenta que la zarzuela, al igual que la tonadilla, el bolero o el pasodoble, por poner tres ejemplos de entre varios, corresponden a la más genuina tradición musical española y, en cierta medida, también vasca y europea meridional: una tradición melódica, de canciones que nos llegan al alma, y que tienen la gran ventaja de que son fáciles de cantar.
Antes se cantaba más, gracias entre otras influencias al género chico. Ahora apenas si se hace. Un pueblo que no canta, os lo digo yo, es un pueblo oprimido. Y un pueblo que no sabe cantar es un pueblo que ha perdido gran parte de su identidad.
Lo mismo da que hablemos del compás ternario rapidillo tan genuino en trozos inolvidables como el de “La mazurka de las sombrillas” y el de “Morena clara” ambos de la zarzuela Luisa Fernanda de Moreno Torroba; o el de las “Naranjas de la china na china na” de La Verbena de la Paloma de Tomás Bretón; que del compás de cinco por ocho de “Sasibil, mi caserío” de Guridi. Son obras para cantar, o al menos para tararear. Para sentir, y para gozar. Y si a alguien le cupieran dudas de esto, le recuerdo una de las escenas más geniales de la obra cinematográfica de Almodóvar, la inicial de la película Volver, en la cual un grupo de mujeres, con Penélope Cruz a la cabeza, se empeñan en sacar brillo a las tumbas de un cementerio, todo ello acompañado de la música del Coro de las Espigadoras de la zarzuela La rosa del azafrán de Jacinto Guerrero, una vez más al ritmo ternario rápido tan característico del género. Siempre me ha parecido una escena memorable, con una música que miles, millones de personas han cantado, tarareado o silbado alguna vez en sus vidas.
Cada persona tiene sus preferencias. Una de las mías he citado ya: La habanera de la zarzuela Los sobrinos del Capitán Grant, de Manuel Fernández Caballero con libreto de Miguel Ramos Carrión. Y en otro plano, la romanza “Bella enamorada” de la zarzuela El último romántico, de Reveriano Soutullo y Juan Vert, de la cual intérpretes tan notorios como Alfredo Kraus o Plácido Domingo nos han dejado versiones inolvidables.
Los sobrinos del capitán Grant es una zarzuela vistosa, divertida, incluso adecuada para niños. Cuando apenas si contaba ocho años mi madre nos llevó a mi hermana y a mí a verla en el Teatro Arriaga. Se trata de una zarzuela de argumento inspirado en una novela de Jules Verne que casi se llama igual, aunque aquí los sobrinos son hijos, los cuales recorren medio mundo en busca de su padre, presunto naufrago, no recuerdo si en los mares del Sur o por ahí. Existe también una película del mismo nombre, donde participa entre otros el inolvidable showman Maurice Chevalier.
Poco tiempo después mi madre volvió a llevarnos al teatro, esta vez para la zarzuela La Tabernera del Puerto. Y debo admitir que me resultó tediosa a más no poder, con la excepción de un dueto de viejos borrachos, marido y mujer, en una escena que hoy en día se consideraría poco ejemplar para niños, y además de gusto dudoso.
Sea como fuera, esto que he contado aquí pertenece a lo que yo llamo mi mundo onírico, formado tanto por recuerdos como por emociones pasadas o incluso sueños, que permanecen latentes en el alma de cada uno pero que, de vez en cuando, acuden de nuevo a la memoria y hacen que nos emocionemos. No me refiero tanto a vivencias más cercanas, como por ejemplo mis relaciones con los seres más queridos, sino a elementos tomados de aquí y de allá, como por ejemplo recuerdos de viaje, lecturas, paisajes reales o ficticios, películas o canciones, que han acabado conformando si no mi manera de ser, al menos mi manera de sentir. Entre estas está el genero chico, sobre todo las piezas que he mencionado antes.
Hoy gracias a Youtube se encuentran multitud de versiones de zarzuelas. Incluso me he tragado la zarzuela de los sobrinos del Capitán Grant enterita. Es posible que una zarzuela entera, con diálogos más o menos ingeniosos incluidos y con unos argumentos que nos parecerán desfasados e incluso absurdos, pueda resultar poco digerible. Pero entre una cosa y otra pueden encontrarse verdaderas joyas. ¡Animo!