El bar Mikeldi estaba situado en el Casco Viejo de Bilbao, en la calle María Muñoz. Y tenía la peculiaridad de que justo enfrente, en la misma calle, existía un cuartel de la policía, de los que en aquella época se les llamaba “los grises”. En la práctica esta peculiaridad resultaba un engorro, porque el bar Mikeldi era un lugar frecuentado por opositores al régimen franquista, y además porque el Casco Viejo solía ser escenario de manifestaciones no autorizadas, que en aquella época lo eran todas a excepción de las que se realizaban en la Plaza de Oriente de Madrid para dar vítores a Franco. A causa de ello más de una vez ocurría que los policías entrasen a saco en el bar; o que mandasen salir a la clientela de uno en uno, y según lo hacían les diesen una buena tunda.
A un paso del bar Mikeldi, ya desaparecido, está la plaza de Miguel de Unamuno. No siempre ha tenido el mismo nombre. Antiguamente se llamó plaza de las Brigadas de Navarra, bautizada así por el régimen franquista en recuerdo de los batallones de requetés que combatieron en la Guerra Civil. Y antes de eso su nombre era Plaza de los Auxiliares, en recuerdo de los batallones de voluntarios que, en la última Guerra Carlista, se alistaron para defender la villa bilbaína del asedio de los carlistas. Al final, estos se vieron obligados a desistir, y el Bilbao liberal consiguió romper “El Sitio”, nombre que todavía hoy en día tiene una asociación bilbaína con cierta fama de liberal.
Una de las cosas del bar Mikeldi que más me gustaba era que detrás del mostrador la pared estaba adornada con una serie de fotografías que representaban a personajes célebres del Bilbao de épocas pasadas, yo diría que a caballo entre el siglo diecinueve y el veinte. Y digo lo de célebres en el sentido que se le da a la palabra en euskara, es decir, personajes singulares que destacaban por algún aspecto estrafalario. Los había de varios tipos, pero sin excepción perteneciendo al estrato popular. Algunos eran mendigos; otros timadores, como el famoso Pitarque; y otros sin más eran conocidos por todo el mundo: El Gordo de los Rosarios, Cabesita de Ajo, el Santo de Begoña… Al igual que ocurría con las antiguas canciones del Athletic, también pude oír en mi casa historias sobre la mayoría de ellos por parte de mi padre, que en su juventud vivió en la calle Aretxaga, justo en el lado de la ría opuesto a las Siete Calles.
Había más personajes cuyas historias pude oír de labios de mi padre, por ejemplo una de cierto tabernero, apodado “Cochinón”, al parecer furibundo carlista, que tenía por costumbre clavar en el mostrador de madera cada una de las monedas falsas de plomo que se la querían colar como si fuera auténtica de plata. Debía de tener el susodicho Cochinón tal cantidad de plomo en el mostrador que no se entendía cómo no se envenenaba la clientela.
Una de las cosas que a Cochinó aún enfurecía más que el que le intentasen colar una moneda falsa de plomo era que alguien entrase en la taberna cantando el himno de los Auxiliares, es decir, el de los liberales rivales de los carlistas que defendieron Bilbao del asedio de estos últimos. Porque a pesar de que las guerras carlistas fueron cosa del siglo diecinueve, la rivalidad entre uno y otro bando perduró hasta mucho después.
No sé cómo era la letra del himno de los auxiliares, pero sí la que, basándose en la misma música, compusieron los carlistas a modo de burla:
Somos auxiliares sin color ni grito
Somos defensores del besugo frito
Un cuartillo de vino y una libra de pan
Todos los defensores no valen un real.
También eran algunos de esos personajes célebres conocidos de mi abuela y, cómo no, de su hermana mi tía Eugenia. Y valga como anécdota que un día se presentó en el caserío de Deusto donde vivían ambas el susodicho Pitarque con el aviso de que mi abuelo, que en aquel momento se encontraba ausente, le había dado el encargo de que le dieran un par de duros para no sé qué cuestión urgente. Ya estaba dispuesta mi abuela a hacerle caso cuando apareció mi tía Eugenia, que nada más ver a Pitarque, al cual le tenía calado de sobra, le mandó a freír churros, llamándole sinvergüenza y qué sé yo cuántas cosas más.
Jodra
Gordo de los Rosarios
Cabesita de Ajo
Otro de los personajes célebres retratados en el bar Mikeldi era Jodra. Jodra era un señor que se ganaba la vida pidiendo dinero mientras tocaba una pequeña flauta soplando por la nariz. Así aparecía en la fotografía del bar, impertérrito, con boina calada y la flauta metida por uno de los agujeros nasales. Aparte de tan singular manera de tocar el instrumento, este debía ser de tan mala calidad que no producía más que estridencias y notas desafinadas.
La primera vez que oí a mi padre hablar de Jodra fue precisamente porque me vio tocando una flauta por la nariz. Antes he hablado del rudimentario instrumento de cuerda que fabricó mi padre valiéndose de un libro de física recreativa. Pero en la misma época, empezó mi interés por las flautas.
En tiempos de mi niñez, la forma más barata de adquirir una flauta era comprarla en la caramelera del barrio. La caramelera era la antecesora de las actuales tiendas de chuches, pero con mucho menos material sintético, de un tamaño más reducido y sobre todo con mucha más casta. La mayoría de las carameleras ni siquiera ocupaban una lonja, sino que se limitaban a una pequeña caseta de madera con una ventanilla, en la cual, a pesar de que la pobre señora encargada apenas tenía sitio para moverse, los niños podíamos encontrar todo aquello que nos pudiera producir un placer inmediato y no tan inmediato: desde caramelos hasta regaliz; desde pepitas de girasol hasta chufas; desde tebeos del Capitán Trueno hasta sus homónimos de hadas y princesas destinados al público infantil femenino, pasando por el Pulgarcito, el TBO, el Jaimito y el Pumby. Desde panderetas de juguete hasta trompetas de un solo tono; pasando por las flautas.
Las flautas que se vendían en la caramelera eran de material natural, es decir, de caña, con cuatro agujeros, cerradas por su parte trasera y con una corte en bisel en la delantera, tapado parcialmente por una pieza cilíndrica de madera cortada también en bisel. Algunas de ellas producían un sonido agradable, mientras que otras no producían sonido alguno. Era cuestión de suerte que te tocase una u otra, porque la caramelera era un tipo de establecimiento que no admitía cambios ni devoluciones.
No sé cuándo logré que con una flauta de cuatro agujeros de la caramelera se obtuviera un sonido que pudiera llamarse musical. Sí que os puedo asegurar que todavía conservo alguna flauta de aquellas, la cual adorné además con pintura y con una serie de elementos adheridos que le daban una apariencia de instrumento ceremonial de alguna tribu salvaje sabe Dios de dónde. Os digo también que, por muy humilde que sea el instrumento, todavía le tengo cierto cariño, e incluso me atrevería a decir que respeto.
Con el tiempo, a la primitiva flauta de la caramelera han ido añadiéndose unas cuantas. Después de las de cuatro agujeros vinieron las que tenían seis. Luego las que tenían ocho, y al final las que disponen de un complejo mecanismo de platos móviles y claves, que tienen nombre japonés pero que se fabrican en Indonesia. A pesar de que mi primer instrumento musical podría clasificarse como de cuerda, creo que las flautas, en plural, han sido el instrumento con el que más me he prodigado a lo largo de mi mediocre carrera musical. Tal es así que mi historia con las flautas de merece unos cuantos capítulos más, que con el tiempo iré completando, si Dios quiere.